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Columnistas | PUBLICADO EL 20 noviembre 2022

La resurrección de un gran periodista

La pobreza lo obligó a trabajar como periodista, un oficio que abrazó con tanta pasión que le costó atentados, destierro y cárcel.

Por Juan José Hoyos - redacción@elcolombiano.com.co

La primera vez que mi amigo Carlos Sánchez me habló de él, creí que era un escritor paraguayo. Cuando Jorge Luis Borges le rogó a un amigo, con lágrimas en los ojos y de rodillas, que le ayudara a conseguir un libro suyo, le dijo que era un gran escritor argentino. Eduardo Galeano lo llamó una figura emblemática de la cultura paraguaya, probablemente la mayor de todas. Augusto Roa Bastos dijo de él: “Nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy”.

Hablo de Rafael Barrett, el desconocido periodista y escritor español que llegó exiliado a Argentina en 1903, y en solo siete años – los últimos de su vida – se convirtió en una de las figuras irreemplazables de las letras latinoamericanas de principios del siglo XX. Barret nació en Torrelavega, Cantabria, en 1876, de padre inglés y madre española. Las primeras ediciones de sus libros se publicaron en Argentina, Uruguay y Paraguay. En España, desde 2010, la reedición de su obra completa, en el centenario de su muerte, ha permitido su redescubrimiento.

Su vida fue como un huracán. Se educó en Francia. En Madrid, gastó la herencia de sus padres muertos y su juventud, de casino en casino y de mujer en mujer. Llegó a Buenos Aires cuando tenía 27 años. La pobreza lo obligó a trabajar como periodista, un oficio que abrazó con tanta pasión que le costó atentados, destierro y cárcel. En 1904 viajó a Paraguay como corresponsal de guerra, sin más expectativas que buscar una bala que lo matara. Allí se casó, tuvo un hijo y escribió incontables crónicas. Estas se publicaron en más 30 periódicos de Argentina, Paraguay y Uruguay. Contrajo la tuberculosis en 1906 y murió en Francia en 1910.

Cuando escribía, el sueño de Rafael Barrett era convertir un libro en una página, una página en un párrafo, un párrafo en una palabra. No me atrevo a escribir una palabra más sobre su vida.

En Gallinas, uno de sus cuentos, dice: “Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio ...”

“Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas ...”

“Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad ...”

Barret reforzó el cerco, aumentó la vigilancia. El vecino consiguió un perro. Él se dispuso a conseguir un revólver.

“¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario ...” .

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