viernes
3 y 2
3 y 2
Creeríamos que luego de las cargas del pasado de la ciudad, tendríamos la capacidad de hallar soluciones para recuperar la confianza y habitar espacios que reivindiquen que Medellín sí nos pertenece. En cambio, dejamos a un lado lecciones como la de Joan-Carles Mèlich cuando expuso que “para habitar el mundo hay que desconfiar de los que prometen convertirlo en un idílico paraíso en el que todo encaja y en el que reinan el orden y la justicia”, olvidando que entre el caos y la fealdad que ve la institucionalidad, hay muchas ilusiones escondidas.
Es común escuchar que la ciudad es terreno de todos y de nadie, pero convenientemente la administración tiene un especial interés en apropiarse de las baldosas, los ladrillos y las esculturas de algunos lugares, no de las personas que lo habitan.
El espacio público genera una visión democrática. Lastimosamente, en Medellín se volvió costumbre declararse irresponsablemente dueños de los territorios sin dialogar con las personas que tienen historia con ellos. Como el caso de la Plaza de Botero, un símbolo cultural de la ciudad en el que se construyó una barrera, no solo ignorando los deseos del Maestro Botero, que donó sus esculturas para que “la ciudad transite libremente”, sino rompiendo abruptamente las dinámicas de vida de las personas que dependen de su relación con el territorio. Lo que sucedió en el barrio Sinaí –cerrado en pandemia con carabineros y policía–, el cercamiento de la Plaza de Botero y el anuncio del alcalde de intervenir próximamente el Parque Lleras nos hace preguntarnos: ¿quién tiene derecho a la ciudad?
La Administración Municipal justifica estas estrategias con las problemáticas de seguridad en las zonas que interviene, sin pensar que cerrar los espacios es una derrota para ellos. Tener que recurrir a levantar barreras implica que los mecanismos para proteger a las personas fallaron, que tienen una visión superficial de los problemas y que no les interesa acabarlos de raíz. La seguridad nada tiene que ver con el encierro, si debemos recurrir a encerrarnos para sentirnos seguros, entonces no lo estamos.
Sin embargo, el fracaso de la institucionalidad en cumplir su misión de brindarle garantías y seguridad a sus ciudadanos no es el único problema de cercar los espacios públicos. Poner vallas es el máximo símbolo de la desconfianza que nos devuelve a la época oscura de la ciudad y nos obliga a vivir con el miedo a que el otro individuo hará todo lo que esté a su alcance para lastimarnos. Las vallas, también, implican dejar a ciertas personas por fuera, ¿quiénes son los indeseables para el Estado?, ¿quiénes son los que quedarán por fuera y no merecen protección?, ¿quiénes son los individuos que tememos que compartan espacio con nosotros?
Las vallas, contrario a lo que afirma el alcalde, no recuperan el espacio, simplemente maquillan la miseria que fueron incapaces de gestionar. Tampoco equivalen a un abrazo, representan desconfianza, exclusión y son el recordatorio constante para las personas por fuera de ellas de que las ciudad no les pertenece y que el Estado, una vez más, les ha fallado.