viernes
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Cuando en el lago manso de la libertad interior brota la flor de loto del silencio, todo el entorno se llena de tranquilidad, de apaciguamiento. Silencios dulces, tiernos, sonreídos, a veces tímidos, que contagian serenidad. Muy distintos de los silencios pugnaces y hostiles, más heridores que las mismas palabras, de quienes callan por resentimiento, por orgullo, por desprecio. Silencios amargos que son celdas enrejadas de una cárcel.
El silencio que emboza un egoísmo es una tortura; el silencio, como desprendimiento del yo, es un paraíso. Un silencio, este último, que perdura aun en medio de las palabras y de los ruidos, que no se deshiela al calor del bullicio. Es más, la verdadera palabra, los sonidos auténticos, brotan de esos silencios llenos de amor y de asombro. Solo el que sabe callar tiene derecho a la palabra, solo el que se asombra tiene derecho al grito y al gemido. El verdadero silencio es “música callada”, es “soledad sonora”, para echar mano de dos expresiones poéticas de san Juan de la Cruz, maestro de silencios y maestro de las palabras.
¿Cómo aprender el silencio, sea el que brota en la soledad como el que crece en medios de los ruidos y de la vocinglería? Cada uno es, por supuesto, el inventor y el creador de su silencio. Y el cuidador también de él, porque el silencio es, siempre, biográfico. Pero hay una forma de crear el ámbito propicio para que nazca ese silenciamiento. Es una vivencia que no puede menos de ser calificada como mística, para utilizar un adjetivo que, si bien suele tener una connotación religiosa, no necesariamente hace referencia a un credo o a una fe. Y, allí, la mirada contemplativa hunde al ser en el silencio, en la soledad. Se crea entonces el ámbito para el asombro. Asombro ante la realidad, ante el cosmos. O asombro (oración) ante un Dios presente o ausente.
Todo en la vida es, a la postre, mirada amorosa, contemplación. Y eso es el silencio. Aun en medio del ruido, por más asediado que esté de palabras, aunque se encuentre atiborrado de sentimientos y de las pesadumbres de la condición humana, el que es silencioso sabe que su actitud de asombro tierno o adolorido, ante las cosas y los casos de la vida, ante las personas y los hechos, ante la naturaleza, ante Dios mismo, cualquiera que sea su fe o su creencia, es como un alambique que destila serenidad y sosiego. Un aljibe de agua fresca y pura. “Que bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche”, como canta san Juan de la Cruz. El aljibe del silencio. Agua para una sed