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Enroque por Medellín y Antioquia

hace 7 horas
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Por Juan Camilo Quintero - @JuanCQuinteroM

El sábado pasado fuimos testigos de un hecho sin antecedentes en la historia reciente de Colombia. Algo ya de por sí excepcional en un país donde nos hemos acostumbrado a que lo anormal sea la regla y cada nuevo episodio parezca sacado del realismo mágico. En medio del vértigo y la violencia que han marcado nuestro destino, ya nada parece sorprendernos. Y, sin embargo, lo impensable ocurrió: el primer presidente de izquierda del país llevó y validó públicamente a los máximos criminales de Antioquia en un evento financiado con los impuestos de todos los colombianos. Lo hizo no como parte de un proceso de paz, ni dentro de una negociación estructurada, sino en el marco de una manifestación improvisada para demostrar que Antioquia y Medellín —quizá sus contradictores más firmes— también debían someterse a su voluntad.

Como si fuera poco, el presidente arengó desde la tarima, atacó a los mandatarios locales, vilipendió a las empresas y descalificó a todo aquel que se atreviera a pensar distinto. Lo hizo con arrogancia y con la desesperación de quien ve desmoronarse su popularidad, aferrado a unos últimos vestigios de apoyo que ya no provienen del fervor ciudadano, sino de incentivos como transporte y alimentación. Sí, llenó la plaza de la Alpujarra. Pero lo que no dijo es que esa plaza se llena con mil personas, y que cuando se han querido hacer eventos realmente masivos, se han realizado sobre la avenida San Juan. Las multitudes ya no lo acompañan en su ocaso.

Lo ocurrido no fue un acto simbólico más: fue una amenaza directa. Una provocación a una región que ha sufrido la violencia durante décadas y que, precisamente por eso, no puede bajar la guardia ante discursos que normalizan el poder criminal y el desprecio por las instituciones. Pocas cosas son más peligrosas que un político acorralado y dispuesto a todo con tal de no perder el poder. Petro desperdició la oportunidad de ser un reformista y ha terminado convertido en un caudillo errático, que salta de escándalo en escándalo, traicionando sus propias banderas de cambio.

En este contexto, Antioquia debe responder con firmeza. Es momento de unirnos, sin titubeos, para defender este territorio y evitar cualquier deriva autoritaria que busque socavar nuestras libertades. Hoy más que nunca, debemos rodear a nuestras instituciones y a los mandatarios locales que, con valentía, hacen contrapeso al centralismo y al intento de imponer desde Bogotá una agenda personalista y desarticulada.

No basta con indignarse. Debemos movilizarnos pacíficamente, alzar la voz y organizarnos con inteligencia. Y, sobre todo, debemos expresar nuestra inconformidad con el arma más poderosa de la democracia: el voto. Si Antioquia resiste, Colombia se salva.

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