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Los dos grandes errores en nuestra educación

hace 6 horas
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  • Los dos grandes errores en nuestra educación

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

Hace poco, en una cena, tuve la fortuna de sentarme al lado de alguien a quien he admirado por años y con quien nunca había conversado detenidamente. Él es un experto en África central. Conoce la región con la naturalidad con la que otros conocen los barrios de su infancia, pero la mira con la capacidad de asombro que solo nace en los ojos de un foráneo.

Terminamos hablando de lo inevitable lo que está mal en nuestra sociedad y qué podríamos hacer para corregirlo. Su diagnóstico se basó en la cultura—el tema en el que se concentra su trabajo académico. Para él, los valores de la sociedad occidental están mal diseñados para enfrentar los desafíos actuales—e.g. el cambio climático, la polarización política, las guerras informáticas. Le pedí que lo concretara en un terreno íntimo, la educación de sus hijos. Si dependiera de él, ¿qué cambiaría? Me respondió con dos ideas muy concretas.

La primera es el cultivo de la escucha. Me habló de cómo en muchas comunidades de África subsahariana los niños pasan buena parte del día sujetos a la espalda de sus madres o padres, envueltos en telas que los mantienen cerca, expuestos al pulso cotidiano de la vida adulta. Esto contrasta con los niños que van en coche en nuestras sociedades, quienes van desconectados del mundo y son los adultos quienes deben agacharse para poder interactuar con ellos. En el contexto africano, aunque los niños no participan activamente de las labores de sus padres, las acompañan desde el mismo punto de vista de aquellos, concentrándose en observarlas y escucharlas. Allí, la educación comienza, pues, no en resaltar la voz del individuo, sino en desarrollar su escucha.

La segunda es la promoción de la ambigüedad moral. Buena parte del folclor africano gira en torno a personajes que no son completamente íntegros ni enteramente perversos, sino seres con virtudes y defectos que navegan dilemas donde lo correcto y lo incorrecto rara vez son obvios. Un ejemplo clásico es el de Anansi la araña. En una de sus historias, Anansi intenta robar toda la sabiduría del mundo para guardarla en una calabaza solo para sí. Su plan nace de la avaricia y el egoísmo, pero fracasa de manera inesperada. La calabaza se rompe y la sabiduría termina esparciéndose entre los hombres. El mismo acto es, a la vez, un fracaso personal, un engaño vil y una bendición colectiva. ¿Fue entonces Anansi una villana o una benefactora accidental? La historia deja la ambigüedad en manos del oyente. A diferencia de la narrativa occidental más popular, el centro de la historia no es la batalla entre el bien y el mal, sino la invitación al oyente a convivir con la duda sobre qué está bien y qué está mal.

La propuesta de mi colega, entonces, era mejorar nuestra sociedad cambiando la forma en la que nos educamos. Una educación que fomente la escucha y que exponga a los niños a la ambigüedad desde temprano formaría adultos más empáticos, menos proclives a demonizar a quienes piensan distinto, y más dispuestos a sacrificar sus intereses para lograr los acuerdos que las soluciones de los grandes problemas colectivos necesitan.

Esta conversación me pareció muy inspiradora porque planteó un claro contraste con el mundo en el que se educan nuestros niños, el mundo Disney. En las películas de Disney, los buenos son buenos y los malos son malos, y uno lo sabe desde la primera escena. Blancanieves es pura dulzura; la Reina Malvada es pura envidia. Ariel canta con ojos brillantes y transparentes; Úrsula, por el contrario, es corpulenta, astuta y cruel. Incluso cuando la historia incluye giros—como el de Toy Story 3, donde el oso Lotso parece primero amable para luego revelarse como villano—la moraleja termina por restaurar la dicotomía: la bondad auténtica, la maldad esencial.

Este maniqueísmo es inapropiado como modelo de vida en sociedad. En el mundo real, la maldad rara vez se presenta con tentáculos o capas negras; con frecuencia se disfraza de virtud, éxito o glamour. Y, sobre todo, el bien y el mal no son categorías puras. Convivimos con ambas pulsiones, a veces en la misma persona, a veces en nosotros mismos.

A esta simplificación moral se le suma, en la Disney más reciente, el énfasis en “tener voz”. Frozen, con Elsa y su “Let it Go”, es quizá el ejemplo más emblemático. La trama gira en torno a aceptar la propia identidad y exigir que el mundo se adapte a ella. Lo mismo ocurre en Moana, donde la heroína persiste en seguir su deseo interior contra toda tradición. Una narrativa que alimenta la ilusión de que la voz personal debe ser prioritaria, sin importar que vivamos en comunidades donde hay mil otras voces opuestas con tanta dignidad como la nuestra.

Nada de esto es un reproche a Disney. Sus películas son, ante todo, entretenimiento, y reflejan las historias que nuestra cultura quiere escuchar. Es nuestra cultura la que debe cambiar y los espacios educativos son los lugares donde eso debe tener lugar.

A la educación debe retornar el elemento comunitario. Después de todo, hace falta una aldea para criar a un niño. El niño no es un tesoro de los padres. Es un miembro más de la comunidad y debe entenderse su rol en el tejido social más amplio. En este tejido, sus derechos son importantes, pero sus responsabilidades lo son tanto o más. La exposición a la comunidad, además, debería permitir al niño mayor familiaridad con la realidad, aquella que está dominada por los dilemas y retos de vivir en sociedad.

Solo así podrá emerger una generación capaz de entender que quienes piensan distinto no son necesariamente enemigos y que los problemas colectivos no se resuelven con dosis de virtud, sino con el difícil arte de alinear incentivos en medio de la incertidumbre. Una generación, en suma, menos moldeada por las certezas de Disney y más preparada para las ambigüedades de la vida real.

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