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Elogiar la vulnerabilidad es, por tanto, elogiar la humanidad misma. Es reconocer que ser frágiles nos permite también ser sensibles.
Por Isabel Gutiérrez R. - JuntasSomosMasMed@gmail.com
Hay palabras que parecen recién estrenadas, aunque en realidad acompañan a la humanidad desde siempre. Vulnerabilidad es una de ellas. Nuestros abuelos la vivieron a solas, disfrazada de silencio. Cargaron duelos y miedos sin nombre, reprimidos en la intimidad de un cuarto o en la dureza de una rutina. Sus lágrimas se secaban sin testigos, porque reconocer la fragilidad era entonces una vergüenza.
Hoy, en cambio, nuestra época nos concede el privilegio de nombrar lo que antes se escondía. La psicología, la espiritualidad y las ciencias del comportamiento nos ofrecen lenguajes y herramientas para transitar ese territorio. La terapia cognitivo-conductual, por ejemplo, nos recuerda que reconocer la emoción no es una derrota, sino un primer paso para transformarla. Al aceptar que somos vulnerables, abrimos la puerta a cambiar los pensamientos que nos lastiman y a cultivar hábitos que nos sostienen.
Ser humano es, en esencia, aceptar que estamos expuestos: a la pérdida, a la incertidumbre, al dolor. Pero también a la ternura, a la alegría inesperada, a la belleza que se filtra en medio de la noche más oscura. La vida nos regala siempre —al menos una vez— ese instante de profunda confrontación, donde las certezas se disuelven y aparece el miedo. Y, sin embargo, esos momentos que parecen hundirnos son también los que más nos enseñan. Como escribía San Juan de la Cruz, hay una sabiduría que solo germina en la penumbra.
Lo que distingue a nuestra generación es una sensibilidad más abierta: reconocemos que esas noches de quiebre forman parte de la biografía común. Al compartirlas, desarmamos el estigma y descubrimos que la fragilidad no nos separa, sino que nos hermana. La vulnerabilidad deja de ser un secreto vergonzante para convertirse en un hilo que nos une.
Al fin y al cabo, lo contrario de la vulnerabilidad no es la fuerza, sino la soledad. Cuando creemos que debemos ocultar lo que nos duele, levantamos murallas que nos aíslan. En cambio, cuando aceptamos nuestra fragilidad, encontramos compañía. Como recuerdan los psicólogos, es en la aceptación donde empieza el cambio: no se trata de negar el dolor, sino de reconocerlo, ponerle nombre y, poco a poco, aprender de él.
Elogiar la vulnerabilidad es, por tanto, elogiar la humanidad misma. Es reconocer que ser frágiles nos permite también ser sensibles. Que cada lágrima escondida en el pasado se transforma hoy en palabras que nos ayudan a sanar. Que cada oscuridad atravesada guarda, en silencio, una semilla de luz.
En la vulnerabilidad se abre un espacio para lo sagrado: ese instante en el que reconocemos que no podemos con todo y, sin embargo, seguimos adelante. Tal vez la mayor lección de esta época sea que la fragilidad no es el final del camino, sino la puerta hacia una sabiduría más honda, capaz de transformar la oscuridad en claridad y el dolor en esperanza.
Quizás esta sea la gran conquista de nuestro tiempo: no la de haber vencido la fragilidad, sino la de haber aprendido a mirarla de frente.