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Colombia tiene todavía una oportunidad. Su tejido empresarial, su red de universidades y su cultura política vibrante pueden jugar un papel decisivo en preservar las libertades.
Por Isabel Cristina Gutiérrez - JuntasSomosMasMed@gmail.com
La democracia no suele morir de un golpe. Suele ser asesinada lentamente, con aplausos, desde adentro. Como hemos visto en los últimos años, el riesgo real para la democracia no consiste siempre en golpes militares, sino en la erosión lenta y gradual de las normas democráticas, el balance de poderes, y las libertades individuales. En América Latina, este diagnóstico resuena con una fuerza perturbadora.
Colombia no ha sido inmune a estas tendencias. Aunque ha mantenido una continuidad institucional envidiable en la región, el desgaste de las instituciones, la polarización extrema y la desconfianza creciente en los partidos, los jueces y el Congreso, amenazan con deshilachar los cimientos mismos del sistema democrático. Y no se trata solo de un problema colombiano. En América Latina, el apoyo ciudadano a la democracia ha caído en picada: según Latinobarómetro, solo la mitad de los latinoamericanos prefiere la democracia sobre cualquier otra forma de gobierno, la cifra más baja en dos décadas.
Frente a esto, los demagogos florecen. En nombre del pueblo, prometen eficiencia a cambio de libertades, orden a cambio de controles, y resultados a cambio de reglas. Ya lo advertía Isaiah Berlin, al señalar que la libertad no siempre se pierde con violencia; a veces se entrega por cansancio, frustración o desesperanza. El problema es que lo que parece una solución pragmática suele ser el principio de una deriva autoritaria.
En la región sobran ejemplos. Hugo Chávez llegó al poder con el voto popular y, en nombre de la revolución, desmontó progresivamente los contrapesos institucionales hasta consolidar un régimen autoritario. Daniel Ortega, Evo Morales y Nayib Bukele han seguido variaciones de esa misma partitura, con matices propios pero con una melodía reconocible: concentración de poder, deslegitimación del adversario, captura de instituciones y culto al líder.
¿Estamos condenados a repetir la historia? No, pero evitarlo exige más que reformas constitucionales o pactos entre élites. La democracia no se sostiene solo desde el Estado. Como señalaba Alexis de Tocqueville, la salud de una democracia depende de la fuerza de sus asociaciones civiles. La sociedad civil—las universidades, las empresas, los medios independientes, las organizaciones sociales—es la primera línea de defensa. Cuando estas fallan o se acomodan al poder de turno, la democracia queda a la intemperie.
Colombia tiene todavía una oportunidad. Su tejido empresarial, su red de universidades y su cultura política vibrante pueden jugar un papel decisivo en preservar las libertades. Pero eso exige hablar claro, asumir posiciones incómodas y no delegar en los políticos la responsabilidad de proteger lo que nos pertenece a todos.
La democracia no se sostiene únicamente con leyes, sino con prácticas cotidianas, valentía cívica y una ciudadanía activa. Resistir el poder arbitrario no exige gestas heroicas, sino coherencia y convicción. Hoy, en Colombia y en América Latina, necesitamos ciudadanos comprometidos y organizaciones plenamente conscientes de los riesgos que asumen; sin ese compromiso, las instituciones quedan reducidas a cáscaras vacías. Porque la democracia, más que un sistema de gobierno, es un ejercicio diario de responsabilidad colectiva.