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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

La dosificación de la compasión

No se trata de hacer un cálculo perverso para medir qué personas han sufrido más y qué personas han sufrido menos y, dependiendo del resultado, derivar una jerarquía de conmiseración, que favorezca a unos y desfavorezca a otros.

08 de octubre de 2024
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  • La dosificación de la compasión

Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Acumulando décadas en su historia y múltiples modalidades en sus lógicas, nuestro conflicto armado no solo es largo en años, sino heterogéneo en sus manifestaciones. Lejos de haber dejado solo un conglomerado de muertos, la guerra, esta guerra, ha hallado la forma de prolongarse en el tiempo y, paralelamente, lo ha hecho tomando para ello diversos caminos: además de los asesinatos selectivos y de las masacres, esta violencia ha provocado infinidad de amenazados y desaparecidos; ha producido víctimas de minas antipersonales, de torturas, de secuestros y de reclutamiento forzado. Ha dejado a su paso personas presas en sus casas, condenadas al confinamiento y, simultáneamente, ha obligado a muchas otras a salir de ellas, condenadas al destierro. Ha despojado a personas de sus tierras y ha lacerado sus cuerpos con lesiones personales. Esta guerra ha convertido los cuerpos, mediante las violencias sexuales, en auténticos campos de batalla.

Pero no a todas las víctimas se les ha prestado una atención idéntica. Tan variada es la violencia, como diversa la importancia ofrecida a las víctimas. Como si no fuese suficiente con padecer las consecuencias de esta guerra, muchas víctimas han estado condenadas a vivirlas en la invisibilidad de un país que dosifica su atención entre unos y otros, reproduciendo una distribución parcial de la compasión. En gran medida, o esa es mi interpretación, hemos hecho depender la conmoción que nos provoca un hecho victimizante de circunstancias tales como la clase socioeconómica de la víctima o el reconocimiento público que cobija a quien sufre la violencia.

El Centro Nacional de Memoria Histórica afirma, en su informe Basta Ya, que las víctimas del secuestro, por ejemplo, “suelen tener más recursos no solo económicos, sino políticos y simbólicos para comunicar su tragedia a la sociedad.” En comparación y si tomamos otra forma de violencia, como el desplazamiento forzado, por ejemplo, se podría afirmar que la violencia sufrida por los desplazados, que se cuentan en millones, contrasta notablemente con la importancia que le hemos ofrecido a su sufrimiento. Esto es así, en gran medida, porque “la gran oleada del desplazamiento forzado tiende a pasar inadvertida”. Lo que se vive como parte de una marea enorme, arrastrando a millones de personas al destierro, apenas es percibido por quienes vemos correr por nuestro país a las víctimas de una violencia que, hoy, los ha dejado sin tierra y sin casa.

Mientras a unos se les acompaña con una atención mediática, a otros se les condena a sufrir las consecuencias de una guerra desde la invisibilidad. No se trata de hacer un cálculo perverso para medir qué personas han sufrido más y qué personas han sufrido menos y, dependiendo del resultado, derivar una jerarquía de conmiseración, que favorezca a unos y desfavorezca a otros. Lo que creo es que no podemos moldear exclusivamente nuestra conmiseración según el sufrimiento de aquellos que pueden poner las cámaras frente sí. En tanto han padecido los impactos de esta guerra, en tanto han perdido sus tierras, sus familiares o su propia vida son, ya, dignos de atención y cuidado.

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