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El mal llamado indigenismo que criminaliza la Conquista con parámetros del siglo XXI es un calco de la “leyenda negra” que extendieron los británicos y holandeses desde el siglo XVI. Como es bien sabido, en la historia y en la vida hay verdades, medias verdades y propaganda. Y el indigenismo tiene todos los tintes para figurar en este último grupo. Para empezar, condensa en toda su extensión la perversión que del mito del buen salvaje hicieron Rousseau y otros intelectuales de los textos de Pedro Mártir, obispo de Jamaica, en su genial Décadas de Orbe Novo (1493-1522), y de la lucha de Bartolomé de las Casas contra la encomienda y en favor de los indios.
La realidad es que desde el primer momento en el que los españoles pusieron un pie en América se vieron obligados por su inferioridad numérica a pactar con los indígenas. Solo así se explica la conquista del imperio mexica, con las múltiples alianzas de Hernán Cortés con los poderosos enemigos de los aztecas, cuyo imperio no se construyó ni se sostenía con lirios en la mano y nubes de algodón, sino con la fuerza punitiva y el vasallaje de otros pueblos a riesgo de acabar como esclavos o asesinados en los constantes ritos de sacrificios públicos.
La realidad es que los aztecas eran el imperio dominante, pero no el único. Entre otros, estaba también el imperio purépecha, donde reinaban los tarascos. Y desde ese primer contacto hubo una constante lucha ideológica y de poder entre quienes defendían los derechos de los indígenas y su integración en las sociedades que nacían y quienes justificaban su dominio sobre todo lo conquistado. Este debate no se dio jamás con la misma intensidad en ningún otro imperio desde los propios cimientos del mismo —ni en el romano, el mongol, el otomano o el inglés, por poner algunos ejemplos—.
El nuevo indigenismo no solo infantiliza aún más el mito del buen salvaje y sortea las brutalidades que cometían muchos de los pueblos precolombinos de América y Asia —hay que recordar la conquista de Filipinas, Guam y el paso de los españoles por Oceanía—, desde el canibalismo hasta los sacrificios humanos rituales, sino que descontextualiza los hechos en su afán de apartar a los pueblos iberoamericanos de su gloriosa historia. ¿Para qué? Si uno no conoce lo que pasó ayer, puede ser manipulado.
Es bien sabido lo que mueve el mundo. El comercio. Si los británicos, primero, y los estadounidenses, después, trataron de criminalizar la Conquista fue precisamente para debilitar en el imaginario colectivo de las jóvenes naciones iberoamericanas la posición aún privilegiada de España y romper los nexos entre pueblos hermanos. Al fin, a los también jóvenes Estados Unidos tampoco les interesaba una potencia hispana o latina, unida por una lengua y una religión homogéneas, que le hiciera frente al otro lado del río Bravo.
Hoy, todos los regímenes y movimientos que promueven o alientan ese indigenismo están curiosamente contaminados por la influencia creciente de la Rusia de Putin o de China, desde Argentina hasta México, pasando por Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua o El Salvador. A nadie le extraña ya que los principales medios y agencias chinas y rusas —de propaganda, no lo olvidemos, puesto que no existen medios independientes del poder en esos países— tengan servicios en español y que sus multinacionales paraestatales extiendan sus tentáculos por los palacios presidenciales de media Latinoamérica. Ahora, le toca el turno a Colombia. De ustedes depende