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En la lectura de los textos constitucionales y legales, es necesario diferenciar entre el lenguaje y el metalenguaje. El primero, se refiere al texto literal de la disposición, cuyo contenido se encuentra en las palabras que la integran. El segundo, se halla en el sentido y significado que dentro del contexto socio político, realmente persigue la norma, teniendo en cuenta las fuentes que se encuentran en su origen, así como el tipo de conductas a que refiere.
Lo ideal, en un régimen político y jurídico estable, es que las palabras que literalmente integran el texto, coincidan con el significado o sentido del mismo. Es lo que llaman los doctrinantes, la coincidencia plena entre la eficacia simbólica de la norma y su eficacia real, es decir, la correspondencia entre lo que la disposición dice y lo que realmente quiere decir.
Distintas circunstancias y realidades hacen que esta concordancia plena no siempre se pueda dar, pues el autor del texto, sea el gobierno o el congreso, en ocasiones no puede expresar textualmente lo que implícitamente quiere manifestar a través del contenido de la norma. Es decir, una cosa es el lenguaje, que se refiere al contenido literal de la disposición; otra cosa es el metalenguaje, que hace referencia a las intenciones políticas y sociales que persigue el autor de la misma.
Este esquema, en principio un poco complejo, suele repetirse en las diferentes instancias del poder, especialmente en los pronunciamientos provenientes de los máximos jerarcas de la administración pública. Es común que los más altos dignatarios den a conocer mensajes con un sentido más simbólico, que de expresión de la realidad. Los casos son muchos y repetidos. Por ejemplo, cuando se presenta algún acto de violencia en contra de las personas, de los bienes o de las instituciones, es normal que el gobernante de turno declare que “se trata de un acto aislado propiciado por unos pocos desadaptados”, y posteriormente agregue, que salvo ese “insignificante episodio”, la voluntad general es la de mantener una convivencia pacífica y el respaldo a las autoridades.
No cabe duda de que se trata de un desajuste entre los hechos y las palabras: la simbología que encierran las palabras, trata de ocultar la realidad de los hechos. Este mismo fenómeno puede tener otras manifestaciones en distintas expresiones de gobierno. Por ejemplo, cuando un miembro del gobierno afirma que es necesario acabar con las EPS, no sabemos si lo hace para incitar, a través de la simbología de la palabra, o por ignorancia, pues cualquier funcionario mediano sabe que una decisión de esta naturaleza no depende de la voluntad de un funcionario. Igual sucede cuando un agente del Estado, cualquiera que él sea, habla de acabar con la exploración de petróleo, o con el régimen pensional, o el sistema de servicios públicos, o permitir la libertad de condenados sin intervención judicial. En estos caso, o hay una evidente ignorancia o se busca utilizar el símbolo de la palabra para significados ocultos.