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Los llamados “white trash” ven a diario como cualquier cachivache que compran viene de China o lleva “trazas” de capital chino, incluida la deuda gringa, de la que Pekín es el segundo mayor tenedor tras Japón.
Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es
Kiev está a tan solo cuatro horas de vuelo de Madrid, lo mismo que un viaje entre Boston y Nueva Orleans, y a dos horas de Berlín. Por carretera, la capital de Ucrania, bombardeada sin piedad desde hace dos años por Rusia, está a medio día desde Viena o Varsovia. Ucrania es hoy un asunto europeo, por mucho que el presidente estadounidense, Donald Trump, y el tirano ruso, Vladimir Putin, se propongan jugar al Risk a dos bandas, sin contar con los principales actores implicados y, sobre todo, con el agraviado desde 2014, cuando las tropas de Putin asaltaron Crimea. Desde entonces, miles de ucranianos se han asilado en el resto de Europa, no en Estados Unidos.
Desgastados por la guerra, los ucranianos quieren más que nunca formar parte de la Unión Europea, no una paz que les deje a merced de Putin y Trump, decididos a trocear y repartirse el botín mineral que hay en tierras ucranias.
Para EE UU hace mucho tiempo que Rusia dejó de ser un dolor de cabeza. China es el enemigo de Trump y, por eso, todos sus movimientos irán destinados a desgastarla.
La base electoral de Trump es la clase media americana venida a menos. Incluso a mucho menos, los trabajadores proletarios que alcanzaron la clase media en los 50 y 60, y que desde la crisis petrolera de los 70 del siglo pasado, víctimas de la deslocalización de los 80 y 90, llevan dos generaciones sin salir del pozo. Los llamados “white trash” ven a diario como cualquier cachivache que compran viene de China o lleva “trazas” de capital chino, incluida la deuda gringa, de la que Pekín es el segundo mayor tenedor tras Japón. Los mismos que observan que mientras las antiguas ciudades industriales americanas languidecen, las chinas despegan con los rascacielos más despampanantes.
Pero ese problema no lo creó China, sino magnates como Trump, que se forraron y sacaron pingües beneficios con los que desarrollar su tecnología gracias a la mano de obra semi-esclava china durante los 90 y la primera década de este siglo.
La realidad es que Trump se parece cada día más al Biff Tannen de la segunda entrega de “Regreso al futuro”, haciendo y deshaciendo como un elefante en una cacharrería. Para quienes crecieron con la saga de Robert Zemeckis, lo que ocurre en buena parte de la trama no puede ser más premonitorio de lo que le hoy acontece en EE UU.
El próspero Hill Valley de 1955 ha pasado a ser un infierno en 1985, donde la pobreza y el desempleo son el pan nuestro de cada día. Allí reina Tannen, convertido en el gran magnate americano y alcalde de la ciudad gracias a la fortuna que ha amasado con el almanaque que contiene todos los resultados deportivos entre 1950 y 2000, ese que le birló a Marty McFly.
Lyon States, el barrio residencial de Marty, en el que toda una generación deseó vivir, es un gueto donde todas las casas salvo una están a la venta. La ciudad está rodeada de las plantas de tratamiento de residuos de Tannen y los juzgados son un lujoso casino-hotel.
Sobre esa inmundicia quiere reinar Trump, porque con aranceles a discreción solo se puede empobrecer más aún a quien ya va justo. Además, recuperar la vieja estructura industrial de finales del siglo pasado en pleno desarrollo de la Inteligencia Artificial y la robotización es absurdo.
Esos tiempos no volverán, como no volverá el Hill Valley de 1955. Procuremos, al menos, que Biff no se haga con el almanaque.