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A raíz de mi última columna un allegado me preguntó: ¿Cómo se entiende un mundo más humano? Para responder esta pregunta es conveniente referirse a la pandemia y sus efectos, pues la humanidad no puede quedarse en ansiar una supuesta normalidad.
Según Quammen (2014), las epidemias y pandemias están asociadas al desequilibrio ambiental que ha generado el ser humano. Esta pandemia aumentó la pobreza y la desigualdad y limitó la asistencia escolar y el aprendizaje por cuenta de confinamientos y cierres en medio de una precaria conectividad de hogares pobres y escuelas rurales. Además, se dio un aumento en la violencia doméstica, aumentaron los problemas de salud mental y se vino abajo el acceso a un gran número de diversos bienes culturales. La pandemia es, pues, un llamado a no seguir igual y, por ello, es necesario echar mano de nuevos conceptos para un nuevo humanismo que contribuyan a salir de este estado calamitoso.
El humanismo clásico partía esencialmente del hombre como centro y culminación del mundo (Llano, 2001). Se concebía claramente una visión antropocentrista que declara al hombre como un ser superior llamado a dominar el mundo natural. Explotar un elemento natural hasta el punto de su extinción implica entonces contribuir a la extinción misma del ser humano. El cambio climático es el mejor ejemplo del desastre que implica mantener esta visión. Una sociedad más humana, en contraste, reconoce el valor y complementariedad que cada uno de los seres vivos tiene en el frágil equilibrio natural; como bien decía hace más de un siglo y medio Thoreau (2017): “como si un pueblo no pudiese tener otro interés en un bosque que el de cortarlo”. El nuevo humanismo debe así abandonar esa forma de antropocentrismo.
La poesía, literatura y arte tienen un peso importante en esa sociedad más humana; lo que Morin (1999) bien reseña: “el hombre es, pues, un ser plenamente biológico, pero si no dispusiera plenamente de la cultura sería un primate del más bajo rango”. En el nuevo humanismo, tal como reitera Todorov (2014) basado en Dvorak, “el arte es la expresión de las ideas que rigen el mundo”.
Asimismo, es necesario un sistema económico que también genere valor a la sociedad mediante acceso y disfrute de los bienes culturales y el descanso pausado; que ese sistema sea un medio y no un fin, de manera que las preciadas libertades humanas individuales no se limiten a obligaciones y trabajo o lo que Han (2010) llama “la sociedad del cansancio”. Llegó la hora también de transitar de una sociedad individualista y egocéntrica a una más solidaria en la que todos ponen, como plantea Shafik (2021) al proponer un nuevo contrato social. Desde las interacciones grupales o colectivas, una sociedad más humana implica también reconocer que el ser humano es un ser social, que no solo compite por sobrevivir, sino que se organiza, colabora, co-crea para trascender (Harari, 2013).
El humanismo está hoy llamado a promover la tolerancia, a reconocer y respetar al otro y la diversidad de ideas, a superar la noción de que existe una única y mejor manera de vivir, para entender que, ante la complejidad de los fenómenos por enfrentar, solo la diversidad de miradas, incluyendo el conocimiento científico y la sabiduría ancestral, permite resoluciones más creativas.
Finalmente, una sociedad más humana es compasiva con el infortunio y la desgracia de quienes menos oportunidades han tenido; como dice Murdoch (2018): “la bondad es necesaria; hay que ser bueno y serlo por nada, por razones obvias e inmediatas, porque alguien tiene hambre o porque alguien llora”