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El mundo hispano, cuyas señas de identidad no son exclusivamente una lengua universal como el español, sino siglos de intercambios a uno y otro lado del Atlántico y del, siempre olvidado, Pacífico, adonde se extendían los dominios del Imperio, desde Filipinas hasta Guam, está de enhorabuena. Y no solo porque hoy celebramos su día —denominado de la Raza, del Descubrimiento o de Colón, según el gusto—, sino porque siguen siendo legión los enemigos que, un día sí y otro también, atacan la cultura surgida de la unión de dos mundos diversos e infinitos que se forjó desde la Conquista. Y ya se sabe que cuanto más fuertes y abundantes son los enemigos, mayor es la grandeza de nuestra gesta.
Siempre hubo quien, por traición o devoción, se unió a la leyenda negra que ingleses, holandeses y franceses fueron tejiendo cual tela de araña y que solo prosperó con el declinar del Imperio, pero aún hoy perduran los acomplejados revisionistas que pretenden derruir la historia y quemar los libros en los que, desde la llegada de los primeros descubridores y conquistadores, se dio buena cuenta de todo: desde las hazañas más sublimes hasta los derechos de indígenas y alguna que otra tropelía. Y ahí radica la grandeza de nuestra hispanidad, que fuimos capaces de crecer con espíritu crítico y de mantener la fraternidad más absoluta después de una Independencia ganada con la sangre derramada por hermanos.
Uno, que ha escrito en estas páginas mil palabras defendiendo nuestra herencia y las proezas de aquellos primeros descubridores que se aventuraban en mares y océanos desconocidos, anda en estos días por Galicia, la tierra donde descansan los restos del Apóstol Santiago, patrón de las Españas y de media América. Solo cuando uno viaja por un país tan heterogéneo como España, donde en apenas 500 kilómetros se pasa de un desierto en Almería a los paisajes más propios de Escocia en estas tierras gallegas y donde las aguas cálidas y casi tropicales del Mediterráneo se tornan en gélidas en el Atlantico y el Cantábrico, puede comprender por qué el mundo hispano nunca buscó la uniformidad y defendió a capa y espada la diversidad. Porque, tras siete siglos bajo el yugo árabe, la propia España era pura mixtura.
Es hora de glosar nuestro pasado sin complejos. Y de admirar la grandeza de nuestro mundo hispano. Ese que durante siglos ha dado cobijo y prosperidad a millones de españoles llegados desde Europa y amamantado a otros nacidos en América, hijos del encuentro de dos mundos tan diferentes que no pudieron menos que entrelazarse. Hoy, muchos de esos “españoles” del otro lado del charco viven y trabajan en España y aquí han echado raíces sin problemas. Mientras, el flujo de españoles hacia las Américas prosigue. Y nunca un hispano se ha sentido extranjero entre esas lindes. Porque nuestra gran casa es infinita y en cualquier rincón de ella está nuestra alma. ¡Celebremos, pues, hermanos, el día de nuestra raza! Una raza con mil matices en la piel