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Leo un libro, “Malaherba”, de Manuel Jabois, la historia va bien desde que empieza, desde que suelta esa frase curiosa: “La primera vez que papá murió todos pensamos que estaba fingiendo”. Paso las páginas, es una novela corta sobre el amor y sobre la muerte. Sin embargo, me quedo pensando en una escena, que no es la más relevante pero que a mí me da un aire fresco, me recuerda que uno puede quedarse con lo que quiera de los libros.
Lo que les digo, lo entenderán mejor en lo siguiente. Rebe, la hermana de Tambu, el protagonista de “Malaherba”, tenía una risa que “alegraba las plantas”. Mamá decía que cada vez que Rebe reía las plantas crecían un poco. “Ya no teníamos plantas en casa, pero hubo una época en la que parecía una selva”. La imagen es preciosa, las plantas como una metáfora de la felicidad.
Me gusta pensar que las plantas crecen con la risa y con los diálogos, con los secretos que les vamos dejando para que se alimente la tierra y celebremos las esporádicas flores. Las buenas conversas deben darse en los bosques, así ese bosque se resuma en una única planta en un balcón o en una mesita de noche, o pisando la grama, sin imaginar que “nuestra vida es una tenue traza sobre la superficie del misterio, como los túneles improductivos y sinuosos de los insectos minadores en la superficie de las hojas”, dice Annie Dillard mientras vivió un tiempo en un bosque y observó la vida enorme que tenemos muy cerca y a veces, sencillamente, no queremos ver.
Durante la cuarentena, como no podía ir al campo, pues hice que el campo viniera a mí y sembré un árbol, una acacia amarilla que puedo ver desde mi balcón. ¿Qué sentirán las plantas cuando alguien les habla?, ¿qué sienten cuando escuchan una voz o un pensamiento?, ¿cuáles de todas las hojas son las orejas de una acacia, por ejemplo?
Un amigo poeta me insiste que siempre les hable a las plantas, que les cante si puedo, mi madre lo ha hecho desde que la conozco. Las plantas de mi madre siempre son verdes y felices, como ella misma. Hoy, mientras escribía esta columna, le compartí a mi bosque un poema de José Manuel Arango, ese poeta del Carmen de Viboral que tenía la humildad del jardinero: “Pero ella hablaba de las flores del gualanday/ el árbol que en este tiempo, en esta estación, florece/ Contaba cómo alfombran la calle y las aceras/ y cómo son moradas y diminutas/ casi fosforescentes en el anochecer/ Uno pisa: un reguero blando/ jabonoso de flores”. Las montañas siempre están ahí, pero muchos solo ven edificios