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Enlatado en un avión rumbo a la ciudad lusa de Oporto, caigo en la cuenta de que no hacen falta más que unos centenares de contagios de cualquier virus para que el planeta entero entre en pánico. Y lo digo porque incluso un servidor ha pasado mala noche pensando en el dichoso coronavirus por culpa de una leve molestia en la garganta. Dirán ustedes que exagero, pero es que apenas unas horas antes de los dolores, andaba uno nadando plácidamente hasta que caí en la cuenta de que en la calle de al lado flotaba un chino. Y digo flotaba, no porque anduviera el hombre ahogado, sino porque su estilo dejaba mucho que desear. Una hora después, me dispuse a llevar a arreglar los bajos de unos pantalones a la costurera, china también y con una mala cara que hacía presagiar que sus pulmones albergaban un saco de bacterias. Total, en cuestión de un día y medio me he cruzado con no menos de un centenar de “diablos amarillos” por las calles de Madrid, a pesar de haber evitado los restaurantes cantoneses, mi comida china favorita. Y es que, estamos rodeados.
De hecho, la terminal dos del aeropuerto de Barajas, destinada en principio a vuelos de corto radio, estaba hasta arriba de chinos con mascarilla rumbo a Shanghai. Ha sido la gripe de Wuhan, la “pequeña” ciudad fantasma de 11 millones de habitantes origen del foco, la que me ha llevado a comprender que miles de ojos rasgados me observan a diario casi sin percibirlo, y también a desconfiar sin quererlo de todos y cada uno de ellos. Porque una simple tos, una ligera carraspera de alguno de esos centenares de asiáticos con los que me topo a diario basta para provocar que me tape la nariz y cambie de acera. Por si acaso.
Dirán ustedes que soy un hipocondríaco, pero aquí donde me ven hace unos pocos años me agarró la gripe A del H1N1 en pleno foco, la frontera mexicana con Estados Unidos. También es cierto que se trataba del trozo paradisiaco de la frontera, Baja California, en un resort de los de carta de almohadas y mayordomo personal que uno nunca utiliza, una especie de “zona cero vip” desde la que informé a los lectores de La Razón. Y tengo que reconocerles que, sin saber muy bien por qué, nunca tuve la impresión de que aquel virus fuera a acabar con la Humanidad por mucho que algunos agoreros lo presagiaran y la propia OMS difundiera unas alertas cataclísmicas que, por fortuna, jamás llegaron a cumplirse. Debe ser que, como foco infeccioso, uno ve más peligroso a un chino que a un mexicano, quizá por las infames condiciones de salubridad que acompañan en el imaginario popular a los asiáticos y que, quieras o no, uno interioriza casi sin querer.
Son ustedes libres de llevar mascarilla o no llevarla, de cruzarse de acera cuando salga a su encuentro un asiático o de dejar de comer rollitos primavera y arroz frito, pero mi experiencia mexicana con la Gripe A me indica que salvo que tengan previsto desplazarse a China, en general, y a la ciudad de Wuhan, en particular, tienen bastantes más probabilidades de morir por una gripe habitual que por este coronavirus que, al parecer, proviene de los murciélagos. Cierto es que más vale prevenir que curar, pero si nos ponemos así tendremos que salir de casa envueltos en film de burbujas y con escafandra. Y así la vida resulta muy aburrida.