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No hacía falta demasiada agudeza para anticipar que, cuando las luces al final del túnel de la pandemia empezaran a asomarse, veríamos de frente las enormes injusticias existentes entre los países poderosos, aquellos en camino emergente y los más pobres. Lejos de los cantos ilusos sobre cómo la crisis del coronavirus traería lo mejor de nosotros, con un multilateralismo cooperativo, lo que vemos es la misma rapiña de siempre. Ahora, que la vacunación empieza a tomar algo de tracción, las potencias atesoran decenas de millones de dosis, superiores incluso al número de sus habitantes, mientras el resto del mundo espera, bajo ellos, las sobras de sus contratos.
La Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja, en un comunicado que alerta sobre la situación, expuso la alarmante brecha en el acceso a las vacunas, distante de los discursos de hace un año cuando líderes de todo el mundo se comprometieron a buscar canales para una distribución equitativa. Según datos registrados por la entidad el 70 por ciento de las dosis disponibles hasta ahora han sido administradas en los países de mayor poder adquisitivo, mientras en los 50 países más pobres el número apenas llega al 0,1 por ciento.
El desbalance, además de moralmente reprochable es médicamente torpe. En una pandemia que no conoce fronteras, relegar a las naciones pobres a una lenta inmunización es abonar el terreno para que allí se produzcan cepas incontrolables con las catastróficas consecuencias de posibles nuevas parálisis, aún cuando las potencias se sientan falsamente seguras. Con una vacunación desbalanceada entre naciones que están “protegidas” y otras que no, el virus se mantendrá vivo, en circulación y mutando.
Sería injusto, sin embargo, no reconocer los inconmensurables y admirables esfuerzos de un puñado de países y de organizaciones multilaterales para dar una mano a aquellos en los que la pandemia pega con más fuerza y cuya opción de acceder a la vacuna es limitada o imposible si no reciben un espaldarazo. Iniciativas públicas y privadas han hecho lo suyo para llenar, aunque sea un poco, el agujero de la desigualdad que puso en evidencia el covid-19.
Sin embargo, en el tablero enmarañado y complejo de la política internacional que es un campo de guerra infinito, las batallas no tienen respiro. Este no se transformará en un territorio solidario ni aún con la experiencia catastrófica de una pandemia