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La risa es un estado anímico que ilumina y serena el espíritu. Es un error creer que la risa es solo el fruto de una broma. Es algo más profundo. Es una afloración de alegría y ternura ante los aspectos ridículos (que hacen reír) de la vida.
Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
Alguna vez hablaba con el padre Nicanor Ochoa, mi imaginario tío cura, quien esbozó una sonrisita maliciosa cuando me vio llegar tristón y apagado, me miró al fondo de los ojos, meneó la cabeza y simplemente me dijo:
-Mal anda la patria, hijo. Por qué no mejor te distensionas y hacemos una sesión de chistes.
-No sea ridículo, tío, y se lo digo con respeto. Hoy no tengo ganas de reírme de nada. Ni es usted precisamente un humorista, un bufón.
-Pues a mí, muchacho, no me incomoda que me digan bufón o me llamen ridículo. Que, según el diccionario, ridículo dícese de lo que mueve a la risa. Contribuir a que la gente se ría, es una misión que Dios a veces nos encomienda, aunque uno pueda pasar por un hazmerreír.
Pero, ustedes, padre, los curas, con esa adustez que los caracteriza, son lo más alejado de hacerlo reír a uno. Realmente, ignoramos qué es la risa ni los valores terapéuticos y espirituales que contiene. Lo que pasa es que hemos perdido el sentido de la risa.
Dedicados como estamos a trascendentalizarlo todo, a dramatizarlo todo con un regusto trágico, no tenemos tiempo para el ridículo, para lo que nos hace reír. Y disimulamos el vacío ametrallando a carcajada limpia (o mejor sucia) los pequeños placeres que nos permite la vida.
La risa es un estado anímico que ilumina y serena el espíritu. Es un error creer que la risa es solo el fruto de una broma. Es algo más profundo. Es una afloración de alegría y ternura ante los aspectos ridículos (que hacen reír) de la vida. Hasta los hechos más trascendentales de la existencia, si se les levanta un poco el velo, dejan entrever un matiz risible que lo reconcilia a uno con la serenidad.
Sin ánimo de trascendentalizar, tal vez no sea osado afirmar que Dios también se ríe
De hecho, algunos en teología hablan del “Deus ridens”, el Dios que ríe. A eso se referían el siglo pasado algunos sectores de la teología moderna al señalar el sentido lúdico de la religión. El teólogo protestante Harvey Cox habló de “la fiesta de los locos”, un bello libro para momentos duros, para exorcizar fanatismos.
Víctor Hugo, en “Los miserables”, en ese esplendoroso libro primero de la segunda parte, en el que narra la batalla de Waterloo, dice que “la sonrisa suprema pertenece a Dios”. Y conjuro esa sonrisita de compasión que el lector estaría tentado de esbozar, cuando saco a relucir este tema, con una frase de Horacio que se me enreda en el alma: “Ridentem dicere verum, ¿quid vetat?” Que suena en español: “¿Qué impide decir las verdades con la sonrisa en los labios?”