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Las manos abiertas

A mí, lo confieso, no me gusta la palabra muerte. Prefiero sustantivar el infinitivo del verbo: el morir. La palabra muerte es demasiado contundente. Como un puntillazo. ¡Pum, se acabó.

30 de noviembre de 2024
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  • Las manos abiertas

Por ernesto ochoa moreno - ochoaernesto18@gmail.com

Despido este mes de noviembre, mes de los Difuntos, con una meditación sobre la muerte, sobre el morirse. Siempre he sido devoto de las almas del Purgatorio y rezar cada día al anochecer un responso por ellas es una vieja costumbre que me ha inculcado el padre Nicanor, mi tío. Él vive con el cuento de que la muerte es una forma de ternura. Me lo ha dicho una y mil veces. Pero no niego que pensar en la muerte da miedo.

¿Miedo? Sí, claro. Pero un miedo que hay que vaciar en esas manos tiernas, maternales, que nos van a recibir. Manos de un Dios-madre. Y suele reafirmarlo mi tío con una frase que repite una y otra vez: “La muerte es una forma de ternura”, añadiendo que cuando una madre es tierna y amorosa con su hijo, éste se abandona a ella y en ella. Y que lo mismo ocurre cuando brota la ternura entre los amantes. Se entregan, se abandonan el uno en el otro, se unen, se diluyen. Y es que la ternura es también un dulce morir, asevera el tío. Que García Lorca llamaba al acto amoroso una muerte chiquita. Alguna vez me dijo también que para los sufíes la muerte es la última danza en que la criatura se diluye en el Absoluto.

A mí, lo confieso, no me gusta la palabra muerte. Prefiero sustantivar el infinitivo del verbo: el morir. La palabra muerte es demasiado contundente. Como un puntillazo. ¡Pum, se acabó! El morir, con el artículo, traduce mucho mejor la realidad de lo que es este camino -y su llegada- a la plenitud. Porque el morir es eso: plenitud, completez, llenamiento. Cuando tú terminas de leer un libro, ese final es plenitud. Cuando uno camina y llega a la meta no se pone triste, sino que se alegra. Ha llegado. Hizo el viaje. El ser humano, es natural, se angustia al pensar que la muerte es un salto en el vacío. Pero no. La vida sí es un diario y constante salto en el vacío. El morir, no.

Porque lo que está al otro lado no es el vacío. Es Dios. O tal vez, si se quiere, un Dios hecho vacío, un Dios “vaciado”. No el Dios figurado o imaginado, no el Dios definido por las religiones y los teólogos, sino el que arrobó a los místicos. Más allá de los conceptos, más allá de las elaboraciones dogmáticas, más allá de nuestras esperanzas antropomórficas, más allá de nuestras creencias culturales o adivinaciones, más allá de todo. Más allá de la vida. Más allá de la muerte, tras el morir. Ese es el misterio. Que Dios tenga ya, lo sé, lo creo, lo espero, sus manos abiertas para recibirme. Para recibirnos a todos.

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