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Si usara mi historia para definir el emprendimiento, lo haría con dos palabras: “movilidad social”. En Colombia, obtener un empleo bien remunerado está más ligado a la universidad que el presupuesto familiar permita pagar, que al talento de las personas. Para un joven como yo, que creció en un barrio de Bello - Antioquia azotado por las drogas y la violencia, y cuya familia no contaba con ingresos suficientes, mi aspiración se veía limitada a mantener el ciclo. Sin embargo, el emprendimiento rompió cualquier pronóstico para mí, mis socios cofundadores y, seguramente, para las familias de los 300 empleos que generamos.
La pregunta es, ¿qué tan fácil es que la historia se repita exponencialmente? Por eso hay que alinear los esfuerzos del Estado con las necesidades de los nuevos empresarios y responder a tres premisas: 1. Facilidad para operar: se debe legislar pensando en las pymes, que generamos el 70 % del empleo del país, pero que no tenemos presupuesto para pagar asesores tributarios ni firmas de abogados para desenmarañar la complejidad de nuestro sistema tributario y evitar que el proteccionismo laboral nos lleve a la quiebra. 2. Financiación: el sistema financiero tiene que creer en los emprendedores y apoyarlos. Hay que humanizar a estas entidades para que apoyen proyectos de vida y no solo indicadores económicos. Todos los emprendedores deberían tener la fortuna que yo tuve cuando la gerenta del banco me recibió y me trató como si fuera un gran empresario cuando apenas tenía 17 años y un par de millones en ventas. 3. Conciencia social: no necesitamos más empresas que solo generen riqueza. El Estado debe incentivar desde lo tributario que las compañías sean generadoras de bienestar sostenible y promotoras de la misma “movilidad social” en sus equipos de trabajo.
Estas tres condiciones permitirán que el emprendedor se sienta acompañado en su lucha diaria por seguir haciendo país, venciendo la soledad institucional de su día a día.