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Me conmoví cuando el pasado sábado me enteré de la noticia de la muerte de Fray Ñero, el ángel de los marginados.
Di gracias a Dios por la vida de este hombre que no fue fácil. Su infancia la pasó en un hogar humilde, con un padre vendedor ambulante. Él mismo desde niño trabajó para ayudar a sostener a su familia. Pudo haber sido un resentido, un amargado, un revolucionario violento. Pero la revolución que generó Gabriel Gutiérrez Ramírez OFM (su nombre de pila), fue pacífica y, creo yo, mucho más fructífera. Él escuchó el llamado de Dios de ser sacerdote y luego ingresó a la Orden Franciscana para continuar con la vivencia de la pobreza que lo acompañó en su infancia y su juventud. Estuvo como misionero en lugares como Guapi, en la costa Pacífica colombiana, Villavicencio y San Martín, en el Meta. Además vivió varios años en Mozambique, sur de África.
Regresó a Bogotá en 2015 y al año siguiente, el llamado Desalojo del Bronx le indignó muchísimo al ver cómo con gases lacrimógenos dispersaron a tantas personas y donde quedó desvelada la durísima situación de pobreza, mafia, drogas y prostitución. Pero Fray Ñero, como cariñosamente lo llamaban, fue más allá y se preguntó a dónde irían todos los habitantes de la calle que vivían en ese lugar y que buscaban allí ganar su sustento. Estaban dispersos por esta ciudad. Los puentes y los caños eran sus nuevos lugares de vivienda. Él caminó por sus calles para hacerse un pobre más, tender puentes, forjar lazos, hacerles ver su dignidad de hijos de Dios y defender sus derechos ante las altas estructuras del Gobierno Nacional.
Su nobleza y su fe profunda lo hicieron ir más allá de las apariencias de hombres sucios, enfermos, malolientes y tirados en un andén. Él fue capaz de valorar los esfuerzos que estos hombres y mujeres hacen diariamente para sobrevivir recolectando y reciclando, vendiendo en las frías calles capitalinas para comer al menos una vez al día. Así creó la fundación Callejeros de la Misericordia, para hacer vida las palabras de Jesús: “Amaos los unos a los otros” (Jn 13, 34) con personas de diferentes condiciones. Además de un lugar para dormir o de tener un plato de comida, los habitantes de la calle necesitan ser escuchados, sentirse queridos y por ello el padre Gabriel se gastó y desgastó forjando entre ellos una bella comunidad de amigos y hermanos que finalmente terminaron apodándolo Fray Ñero, con lo cual él se sentía muy honrado.
Cada compañero suyo asesinado le dolía profundamente y no entendía cómo la justicia no actuaba cuando se trataba de la muerte de un habitante de la calle.
Ni siquiera el miedo al covid lo detuvo en su afán de seguir siendo un callejero de la fe. No le faltó la mascarilla ni las medidas sanitarias de autocuidado. Aún así, fue una presa más de este virus que terminó por llevárselo el pasado Viernes Santo. Mucho que aprender de este buen hombre que hoy en el cielo debe estar escuchando las palabras de Jesús llenas de gratitud: “Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estaba desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, en la cárcel y acudieron a mí”. (Mt 25, 36 - 37).