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El estrés es su forma de vida. No tienen tiempo para el amor, para el humor, para cultivarse, para descansar, para lo único que les hace falta en la vida: dejar de ser ejecutivos.
Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
Revivo esta vieja columna para dedicarla a un amigo mío que se está volviendo loco. Dios lo proteja.
Ahí está, entre los barrotes de su jaula, atrapado por la excelencia. Hasta tiene ficha técnica en este zoológico de la perfección que mantiene en cautiverio a tan curiosos especímenes de la fauna humana. Es el homo executivus. Su comportamiento está regido por varias normas inquebrantables: hay que hacer las cosas ya; está prohibido equivocarse; aquí mando yo; en busca de la excelencia; la calidad ante todo; mi vocación es el triunfo..., etc., etc., etc.
Es mi amigo, el ejecutivo. Mejor dicho, era mi amigo antes de ser ejecutivo, porque dejó de tener tiempo para la amistad. Ni joven ni viejo, para él la fama es el elixir de la eterna juventud. Solo las gafitas bifocales de cristales recortados pueden dar una pista de su edad. Porque si son jóvenes, los ejecutivos asumen poses de madurez inexistente; si viejos, hacen alarde de una ficticia juventud que la panza o las canas se encargan de desmentir.
A toda hora tensos, nerviosos, insoportables, luchando a brazo partido para atender a los cientos de negocios que dirigen o sueñan que dirigen; a las mil y una juntas directivas de las que hacen parte; a los infinitos compromisos sociales a los que no les está permitido faltar; a los almuerzos de trabajo, a las reuniones de trabajo, a los viajes de trabajo, a las juergas de trabajo. Para el ejecutivo el mundo quedó mal hecho, porque el día no tiene sino veinticuatro horas, siempre con las noches incluidas.
No cabe en su pellejo, el ejecutivo. Todo lo que él no hace personalmente, queda mal hecho. Por eso en su jaula de cristal grita, discute, patalea, ofende. Lo que lo distingue del común de los mortales es que él siempre tiene la razón. Los que se equivocan son los otros. Sus órdenes son inaplazables. No pueden existir obstáculos a sus deseos, a sus ideas felices. Se creen dioses. Omnipotentes, omnipresentes, omniscientes.
Pero han perdido el sentido de la vida. En la casa no se los aguantan y en la oficina no se los resisten, aunque todos les brindan las sonrisas mentirosas del áulico o del paniaguado. El estrés es su forma de vida. No tienen tiempo para el amor, para el humor, para cultivarse, para descansar, para lo único que les hace falta en la vida: dejar de ser ejecutivos.
A pesar de las apariencias, se han deshumanizado. A fuerza de ser ellos los dueños del poder y de las últimas palabras, han terminado convertidos en robots, en máquinas, en peleles llevados y traídos. Pero ellos felices, porque están siempre en el pináculo de la gloria.
Renunciarán a muchos placeres, pero nunca al orgasmo que les produce ver sus nombres en los periódicos junto a la inmarcesible foto de archivo que los mantiene vivos y no envejecidos. Ni mucho menos dejarán pasar la ocasión de que los entrevisten por radio o televisión sobre lo que saben y lo que no saben. Y aspiran, sin ocultarlo, al culmen de la felicidad: que, maquillado y retocado el rostro, su fotografía aparezca en la carátula de una de esas revistas que hacen creer al famoso que lo es. Con tal de figurar no temen hacer el ridículo.