viernes
0 y 6
0 y 6
Por DANIELA LAMAS. MD*
Se tarda casi una hora en limpiar una habitación de la unidad de cuidados intensivos entre pacientes con covid-19.
Primero bajan las cortinas. A continuación, el personal de servicio retira la basura, las batas y guantes desechables, los contenedores de riesgo biológico y las pertenencias sobrantes. Limpian la habitación con lejía. Sábanas nuevas en la cama. Trapean el piso hasta que desaparezcan las salpicaduras de fluidos corporales, hasta que brille.
Me detuve a observar este proceso en un turno nocturno reciente mientras nos preparábamos para una nueva paciente. Tenía alrededor de 60 años, intubada con insuficiencia respiratoria grave por covid-19. En algunos estados podría haber sido vacunada hace semanas, pero aún no en Massachusetts, donde se ha vacunado el 7,2 por ciento de la población, una tasa más baja que en las tres cuartas partes del país. Y ahora entraría en la misma habitación recién limpiada donde vivían y morían incontables pacientes de covid-19 antes que ella.
Este es un momento de esperanza. Tenemos un nuevo gobierno y vacunas seguras y notablemente efectivas desarrolladas a una velocidad récord. Pero en el hospital, la emoción del lanzamiento inicial se está desvaneciendo, reemplazada por una nueva realidad incómoda. Aunque mis colegas y yo tenemos el privilegio de estar vacunados, muchos de nuestros pacientes de alto riesgo ni siquiera saben cuándo recibirán su primera dosis. Más de 3.000 estadounidenses todavía mueren a causa de este virus cada día. Incluso a medida que disminuyen los casos nuevos en todo el país, ahora estamos rastreando variantes altamente infecciosas. Es una carrera. Y en este extraño momento, aunque nos permitamos imaginar un retorno a la normalidad, lo único que podemos hacer es esperar y asegurarnos de que haya camas vacías para atender a los pacientes que las llenarán.
Mientras caminaba por la unidad esa noche, un residente me consultó acerca de una paciente ingresada unos días antes, una mujer mayor con covid-19. Sus pulmones se habían enfermado tanto que uno de ellos colapsó, y el aire llenaba el espacio debajo de su piel, que crepitaba al tacto, expandiéndose como un globo con cada respiración que administraba el ventilador. Los cirujanos estaban a punto de ponerle un tubo en el pecho para que el aire pudiera escapar, un movimiento que podría ayudarla a sobrevivir la noche, hasta que su familia pudiera verla.
El último paciente de covid-19 que había atendido en esa habitación era un padre de unos 60 años que pasó su última semana de vida con nosotros. Mientras lo cuidábamos, nos dijo que deseaba poder mojar papas fritas en su bebida de proteína del hospital, como si fuera una especie de delicioso batido. En ese momento, no queríamos que comiera, por si necesitaba ser intubado. Días después, cuando quedó claro que sus pulmones no se recuperarían, a pesar de todos los antibióticos y esteroides que pudimos darle, estaba desesperada por hacer algo. Me puse mi equipo de protección y entré a su habitación para anunciar mi plan: le conseguiría ese batido y papas fritas. ¿Qué sabor quería? Al menos podría hacer esto. Me sonrió y luego negó lentamente con la cabeza. No. Apenas podía respirar; por supuesto que no podía comer. Mi oferta llegó demasiado tarde.
Recibí mi primera inyección de vacuna unos días después de su muerte. En ese momento, pensé que la vacuna llegaría rápidamente para nuestros pacientes más vulnerables, que podría ofrecerles algo más, pero ese no ha sido el caso.
En cada coyuntura, este virus nos ha mostrado una nueva permutación del sufrimiento. Al principio, eran los trabajadores esenciales los que no podían permitirse el lujo de aislarse. Cuando el otoño se convirtió en invierno, fuimos testigos de la tragedia profundamente humana de los pacientes que fueron infectados en reuniones navideñas por aquellos que los amaban. Y ahora, incluso mientras celebramos la llegada de las vacunas y esperamos la vida después de este virus, nos preocupamos por las personas que nunca verán ese futuro. Estaban tan cerca...
* Médica de cuidados intensivos en el Brigham and Women’s Hospital de Boston, donde trata a pacientes con covid-19.