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“La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, Abraham Lincoln. “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”, Winston Churcill.
Se trata de dos de las más célebres frases elaboradas para reconocer las bondades del gobierno democrático y su superioridad conceptual sobre otras formas de gobierno. Sin embargo, en la práctica política moderna, podría imponerse una frase que dijera algo así como: “La democracia es una forma de gobierno que utiliza las libertades para destrozarse a sí misma”.
En efecto, desde que se implantó la democracia como forma moderna de gobierno en las sociedades occidentales, con un sentido un poco diferente a como se le concebía en sus orígenes griegos y romanos, se presenta una constante lucha por utilizar las libertades y garantías que otorga el sistema democrático, precisamente para destruir la democracia.
Vale la pena mencionar algunos: Puede suceder que los gobernantes elegidos por medios democráticos, por distintas razones morales, sociales e individuales, adquieran un deseo inmenso por permanecer en el poder, lo que los lleva a utilizar mecanismos que permite la propia democracia, con el fin de perpetuarse en el mando. Por ejemplo, adelantar reformas constitucionales que les garanticen su reelección, ya sea por un amplio periodo de tiempo e incluso de forma indefinida. Para dichas reformas constitucionales, se prefiere acudir al pueblo de manera directa a través de referendos, para que sea éste, en ejercicio de democracia directa, quien tome la decisión, olvidando que normalmente la ciudadanía carece de la necesaria formación política, de manera que muy pronto el referendo se convierte en plebiscito, pues a la hora de votar lo que importa es la personalidad de quien o quienes lo proponen y no las ideas plasmadas en las normas objeto del mismo.
Otra manera de perpetuarse en el poder consiste en utilizar las instituciones democráticas para llegar a la jefatura de Estado y de gobierno y posteriormente renegar de las mismas y adoptar la postura dictatorial bajo el argumento de que solo a través de una personalidad mesiánica, como la del mandatario de turno, se pueden lograr los objetivos de recuperación de la convivencia social.
Para que todas estas artimañas de perpetuación sean posibles, es necesario corromper políticamente las Cortes Constitucionales y Supremas, de manera que avalen, legalicen y legitimen las decisiones del “autoritario” de turno.
El último y más sofisticado mecanismo de perpetuación consiste en estructurar una especie de monarquía de facto, imponiendo el nombre de herederos políticos, ojalá con vínculos familiares, quienes serán los llamados a perpetuar el linaje en el poder. Los ejemplos en América Latina son muchos: Los Castro, los Kirchner, los Somoza, los Fujimori y otros; así como los que históricamente se han formado y se están formando en nuestro país. Podría afirmarse que a través de este sistema hereditario se pasa de una democracia plena a una especie de monarquía construida sobre la democracia.