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Columnistas | PUBLICADO EL 16 febrero 2023

¡El chat GPT me ha

hecho una paella!

Por supuesto que la inteligencia artificial nos servirá y mucho, pero como la comida ultra procesada o el Tinder: satisfacción inmediata y mecanizada que le sacia a uno el traje, más no el alma.

Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es

Sí, han leído bien. El dichoso chat GPT del que todo el mundo habla, esa inteligencia artificial capaz de escribir un libro o programar el invierno nuclear me hizo el otro día una paella. En su versión cookbot, claro está. El resultado fue un amasijo amarillento similar a una dorada plasta de adobe en el que la mayoría del arroz estaba pasado y con el olor a anís de los condimentos industriales. En el fondo de la paella -que es en realidad el nombre del recipiente, absorbido a fuego lento por el contenido allá en su tierra original valenciana- fluía un líquido del aspecto del queroseno, resultado de no haber calibrado bien la cantidad de aceite de oliva virgen extra necesario para el sofrito, la base de este milagro universal mediterráneo. El plato estrella de la gastronomía española parece al alcance de cualquiera, pero muy pocos logran la excelencia al cocinarlo. En definitiva, la inteligencia artificial versión robot de cocina me hizo una paella fría de las que venden a diario en los puestos del londinense mercadillo de Southwark: un arroz chicloso con cosas.

Porque para hacer una paella de verdad hacen falta mucho más que tutoriales copiados de internet o incluso una receta magistral. Como en casi toda actividad humana, bullen sentimientos, la improvisación de los puñados de sal y del “a ojo”, tragos de vino mientras todos los sabores se entremezclan y no pocas dosis de intuición, punto último que desconoce cualquier inteligencia artificial. Para empezar, una buena paella comienza con los recuerdos de quienes sabían desbrozar los mejores leños de madera de naranjo, para lo cual es necesario mucho olfato. La añoranza por quienes ya no están y nos transmitieron el mejor momento para disolver las hebras de azafrán que, como un elixir preciado, colmarán de sabor y color cada grano perfumado por aquellas brasas frutales. Y la emoción por transmitir a los más chicos los secretos heredados de nuestros padres y abuelos. Esa es la base que debería sentir una IA en el caso de que alguna vez me hiciera la paella.

No me entiendan mal, no soy un ludita. Por supuesto que la inteligencia artificial nos servirá y mucho, pero como la comida ultra procesada o el Tinder: satisfacción inmediata y mecanizada que le sacia a uno el traje, más no el alma.

Y es que el bendito chat GPT no sabe lo que es reír de alegría y llorar de nostalgia a la vez por un mismo sentimiento. No sabe cómo huele la primavera ni el petricor que desprende la tierra empapada por una tormenta veraniega. Esa IA no se ha zampado un helado de limón bajo 40 grados ni se ha embadurnado los labios con un pastel de chocolate y merengue. Tampoco contemplará un arcoíris sin entender una palabra ni se ha sacudido en su interior, atravesando las galaxias, por un orgasmo. No ha aprendido a nadar y a pedalear a lomos de una bicicleta ni se ha desollado las rodillas al caerse de esa misma bici y, aun así y contra toda lógica, ha persistido tenaz como una mula en el desafío. No ha tenido desvelos porque no sabe lo que es amar. Ni ha temblado de emoción al escuchar como un hijo te llama por primera vez. No sabe nada porque no le late nada.

Escribo esto desvelado a primera hora del día mientras divago sobre si un día las máquinas serán capaces de odiar y de sentirse amenazadas. Porque los hombres sabemos que todas las batallas tienen un fin y que las guerras solo son un buen negocio para unos pocos.

Dicho esto, que tengan un feliz fin de semana. Hagan mucho el amor y coman rico. Sirva este arabesco para que quede claro que estas letras no las ha juntado una inteligencia artificial sino una humana. Con todas sus maravillosas imperfecciones

Humberto Montero

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