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Por JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Hace ahora 70 años, en el verano de 1949 (invierno austral), Jorge Luis Borges publicó uno de sus libros más conocidos: El Aleph. El cuento que le da título relata el descubrimiento de un punto del espacio –“de dos o tres centímetros”– que contiene todos los puntos, el cosmos entero. Pero antes que sobre la física o la metafísica, el relato trata sobre la muerte. De hecho, arranca con una evidencia terrible: la vida sigue. Beatriz Viterbo lleva apenas unos días enterrada cuando en la plaza Constitución de Buenos Aires renuevan un anuncio de cigarrillos. “El hecho me dolió”, anota el narrador porque se da cuenta de que “el incesante y vasto universo se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”. Por eso el Blues de Auden, famoso por Cuatro bodas y un funeral, empieza pidiendo que paren los relojes.
El Aleph es una metáfora de la pobreza del lenguaje para dar cuenta cabal de la realidad –uno es lineal; la otra, simultánea– a la vez que una metáfora de cualquier cosa. Del recuerdo, por qué no. Del recuerdo de los muertos, concretamente. ¿Quién guarda esa memoria? Aquellos que los conocieron: en el fondo, son el Aleph perfecto que la muerte hace saltar por los aires. Nadie conserva ya el relato completo. Solo entre todos los que tuvieron contacto con alguien que ya no está se puede reconstruir su retrato. Lo saben quienes pierden a un ser querido: necesitan a los demás para que su parte de la historia, el trozo de biografía que les tocó, se sume a un puzle que un día se llevará el tiempo (ese que dicen que todo lo cura y que según Sánchez Ferlosio –no estoy de acuerdo– todo lo traiciona).
A Christopher Hitchens, que escribió un libro desgarrador sobre la inminencia de su propia muerte, le gustaba decir que los amigos son la disculpa que nos ofrece Dios por habernos dado también a nuestros parientes. Por eso sus palabras tienen un valor especial: no son narradores cautivos. Percibir la energía que transmiten juntos es muchas veces el único sentido posible para aquellos que no encuentran ninguno. El único consuelo. Esa energía, por cierto, es un vínculo comunitario, un poder que genera más electricidad que la mera suma de cada una de las partes. Rasgar un folio es fácil, prueba a rasgar cincuenta. Como se temen los apóstoles del individualismo, las conquistas sociales se alimentan de esa misma fuente. Los que se sorprenden de la entereza de quienes acaban de perder a alguien se olvidan de que todo lo que en sus entrañas se conserva entero no tiene ningún mérito: procede de la amistad. Los clásicos lo dijeron así: da más fuerza saberse querido que saberse fuerte. A pesar de que en las plazas los anuncios cambien, los coches vuelvan a ocupar las calles y los periódicos sigan publicando artículos.