viernes
3 y 2
3 y 2
Las veías sentadas, quietas, muy quietas, con un dejo de aburrición desfigurándoles la cara. Se mantenían mirando hacia la ventana y era fácil saber que estaban fantaseando con escapar. Tamborileaban con sus deditos sobre mesas de fórmica limpias, desprovistas de cualquier elemento que propiciara el gozo y la distracción. Si las hubieras visto habrías comprendido que estaban castigadas en un lugar al que una superiora las había enviado por haber cometido un delito, una falta quizá demasiado imperdonable. El delito, por lo general, era hablar en clase y ese lugar al que nos enviaban a manera de castigo era la biblioteca. Hubo una época y un colegio —espero que solo haya sido el mío— en donde la biblioteca era un lugar de sanción. Las que traíamos un hábito de lectura forjada por cuenta propia nos hacíamos castigar a propósito solo para darnos el lujo de tener la biblioteca para nosotras solas, mientras que el resto de la clase se aburría en matemáticas y se inventaba enfermedades crónicas e incurables para saltarse la clase de deportes. Veníamos de casas donde muchos libros nunca eran suficientes y ya sabíamos que la lectura no era el simple acto de poner los ojos sobre el papel. En nuestras casas se hablaba sobre conflictos, tramas, puntos de giro y personajes con entornos y formas de vida diferentes. No he conocido mejor manera de enseñar tolerancia y empatía. Durante cien o doscientas páginas la vida de un personaje importaba tanto como la de cualquier miembro de la familia. Por eso nadie logró convencernos de que la biblioteca era un castigo, sino todo lo contrario, el portal de entrada a nuevas experiencias.
Pero no todas tuvimos la suerte de forjarnos una percepción propia de lo que significaba en realidad una biblioteca. Muchas crecieron pensando en la lectura como una amenaza que había que evitar a toda costa y en el libro como un artefacto que traía consigo el estigma del mal comportamiento. Son las mismas que me abordan en ferias del libro y demás eventos literarios. Las mismas que ahora quieren regalarles a sus hijos el pasaporte de entrada esos lugares mágicos que a ellas les fueron negados. Las mismas que me mandan mensajes, me contactan por mis redes sociales implorando respuesta a una pregunta que casi siempre es la misma: ¿Cómo hago para que mis hijos lean? Y se quedan mirándome como esperando que les revele una fórmula mágica, el nombre de un libro que los enganche, el truco para forjar un hábito que, sospechan, puede ser beneficioso. Sin embargo, lo único que reciben de mi parte es una contra pregunta: ¿Usted lee? La interacción casi siempre muere allí. En el fondo ellas saben, yo lo sé, en realidad todos los seres humanos sabemos que no hay nada, absolutamente nada, que enseñe tanto como el ejemplo. Yo leo, tu lees, ellos leen, nosotros leemos suele ser una cadena más irrompible que si fuera de acero. De ejemplo están forjados la mayoría de los hábitos: buenos y malos. El ejemplo de unos padres que leen siempre será más fuerte que las normas absurdas de colegios absurdos en donde la biblioteca era un lugar de castigo