viernes
0 y 6
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Día ya-no-sé-cuál de la cuarentena obligatoria. Son las once de la mañana, el sol brilla, de momento no “se avecina una fuerte tormenta”. Un anuncio rutinario desgarra el silencio. De la serie “si no salgo, no como”, por la calle va el señor de los aguacates arrastrando su carreta. A grito sostenido ofrece su producto, pero de repente, grita en tono de clamor desesperado: “¿Dónde están? ¿No me ven? ¿No me oyen?”.
Ocho palabras que, como un cuchillo filoso, rasgaron mi corazón. Corrí a mirarlo por la ventana. Lo vi quitarse con una mano su sombrero mientras se limpiaba el sudor de su frente con la otra. De golpe sentí que esa imagen era la representación exacta de la soledad. Pero no la de los que la eligen porque tienen una gran fuerza interior y no dependen de los otros ni de las cosas materiales, no. Hablo de la soledad que duele, la de la gente que parece no existir para los otros. Este señor sin su carreta de aguacates no sería nadie para muchos. ¿A quién le importa su existencia? ¿Por qué hay seres invisibles? ¿Por qué no los vemos?
Los que tenemos casa, comida y vestido, muchas veces no nos detenemos a pensar en el dolor, el miedo y la angustia de sentirnos solos, abandonados o ninguneados, que es, como diría Octavio Paz, “hacer de Alguien, Ninguno”, que puede lograrse de dos maneras: no tomar a alguien en consideración o menospreciarlo hasta la inexistencia.
Esta crisis de salud, humanitaria y económica que vive el mundo, ha puesto de manifiesto que no todo está perdido, que el hombre es social por naturaleza y que, como el lobo, aunque sea capaz de cazar en solitario, necesita su manada. Algunos sentimos vientos de cambio y hasta nos hemos atrevido a pensar, en un derroche de optimismo tal vez apresurado, que de esta vamos a salir fortalecidos, mucho más conscientes y menos egocéntricos.
Pero entonces, al transcurrir el día, llega un ventarrón de malas noticias, que dan al traste con la confianza depositada minutos antes: Que en Bello le hayan hecho cortejo fúnebre a un delincuente fallecido, pese a la cuarentena, es un golpe a la esperanza. Y no solo porque el muerto haya sido un bandido, cada cual llora al que le da la gana, sino por la inconsciencia social, el quiebre a las leyes y la ineficacia de las autoridades ante casos tan puntuales. El importaculismo de los irresponsables de la emergencia en su máxima expresión.
Estos cambios radicales en nuestra vida personal y familiar, la manera de relacionarnos, de producir, de abastecernos y de consumir, de estudiar, de trabajar y de atender las necesidades básicas, nos dejarán una huella profunda. Nada será igual en adelante.
Si aun así no aprendemos a ver, oír y sentir a los ninguneados, a sentir su necesidad y a ayudarles, habremos perdido, miserablemente, una oportunidad de oro para ser mejores seres humanos. Si sobrevivimos, ojalá no quedemos peor que antes, en todo caso. ¡Ahí se lo haya!, que significa “amén” en campesino.