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La semana pasada cerré mi columna mencionando un libro memorable de Julio Paredes: “29 cartas, autobiografía en silencio”. Hoy quiero contar algo más, y empieza así: Un reconocido lingüista que se dedicaba al estudio y a la búsqueda de léxicos, de sintaxis, de pronunciaciones, de imágenes, de sueños, de símbolos, de espíritus en vía de extinción, sufre un colapso que lo lanza, con un certero manotazo, a un territorio mental desconocido. “Un nuevo mundo cerebral en el que no quedó, ni queda, ningún registro específico del pasado donde estuve y transité por más de cincuenta años”.
Ha pasado el tiempo y J., aún sin memoria, encuentra una carta que ha sido escrita hace siete años por una tal Inés. La ha descubierto hace cinco meses y, desde entonces, la guarda en la mesita de noche y de vez en cuando la relee antes de apagar la luz. “Es una carta breve, apenas dos párrafos, cada uno de ocho o nueve líneas. Está escrita en una caligrafía cerrada y bonita [...]”, escribe en esa primera carta destinada a esa mujer que él no recuerda, “aunque haya vuelto a ver hace poco su mirada en una fotografía conmigo; tomados de la mano, entre una vegetación de árboles pequeños y piedras rojas, y los dos con una sonrisa casi idéntica”.
¿Y por qué escribirle a esta mujer, que al igual que todo el pasado de J. ha sido anulado? Tal vez porque la escritura es una forma de volver a saber quién es uno, y en caso de no ayudar a este cometido, queda la opción de que al escribir también se pueda empezar a ser otro. Al leer estas 29 cartas, descubrimos que J. está divorciado, tiene una hija que estudia las aves, que no ha sido una persona fácil ni muy cariñosa, que era un hombre vanidoso, convencido de encontrarse en un escalón superior. Descubrimos muchas cosas de él que él mismo ya no sabe y por eso “tengo que someterme a las versiones que me ofrecen los otros. Lo más particular es que las interpreto como versiones de un desconocido, de ese otro a quien no recuerdo”.
Lo interesante es que en la medida en que J. se siente incapaz de recuperar el rastro de sí mismo, algo empieza a cambiar en su vida, descubre, poco a poco, la belleza de las cosas más simples y cotidianas. ¿Qué se podría compartir cuando se han perdido los recuerdos? Pues las formas de las nubes, “las nubes que aparecen y se transforman solo cuando sabemos que hay alguien que espera, feliz, que se las describan”