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Columnistas | PUBLICADO EL 19 marzo 2023

¿De qué estamos hechos?

No tenemos remedio. Si los miedos revelan de qué estamos hechos, los colombianos estamos hechos de violencia. No es normal tener tanta consciencia acerca de todos los peligros posibles.

  • ¿De qué estamos hechos?
  • ¿De qué estamos hechos?
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Soy de las que apura el paso cada vez que ve una mochila olvidada en el parque. Soy la que cierra la ventanilla del carro cuando se detiene ante un semáforo en rojo. Soy la que ve al motociclista hurgar en su bolsillo y jamás piensa que va a sacar el teléfono, sino una pistola. Soy la que se devuelve cuando ve una camioneta sospechosamente parqueada al fondo de una calle ciega. Camino con el bolso abrazado hacia adelante y verifico cien veces que esté bien cerrado.

No hablo por celular en la calle. No uso joyas costosas. No contesto números desconocidos. Confundo la pólvora con bala. Veo sangre donde alguien ha derramado salsa de tomate. Confundo los durmientes de las aceras con muertos que a nadie le importan. Me angustio cuando veo a niños solos jugando en la calle.

El hombre solitario que merodea en el parque por regla es un pederasta. Si alguien camina tras de mí pienso que me está persiguiendo. El extraño que me pregunta la hora en el centro seguro va a echarme escopolamina. Mínimo una vez al mes sueño que me roban la billetera y el celular. Los ruidos de la noche siempre son ladrones entrándose a la casa.

Estoy convencida de que vivir en lugares peligrosos modifica trágicamente la forma de estar en el mundo. El otro día oí a la escritora Mariana Enríquez contar que una vez en un festival literario en el Perú iba con sus colegas caminando por la calle y se fue la luz. A la mayoría de escritores extranjeros les pareció fascinante ver la ciudad a oscuras. Los escritores peruanos, en cambio, entraron todos en pánico. La explicación era sencilla: Sendero luminoso solía cortar la luz justo antes de llevar a cabo sus acciones terroristas. No importa dónde estemos, los miedos nunca nos abandonan.

Me bastó oír esa anécdota para entender por qué mis compañeros se reían de mí en Iowa cuando en el comedor estudiantil cargaba absolutamente todas mis pertenencias a cuestas mientras me servía el almuerzo. Me bastó oír esa anécdota para entender por qué mis amigos ingleses me gozaban cuando les decía, alarmada, que nos cambiáramos de vagón, que había un bolso sospechoso abandonado.

Una vez hasta le avisé al policía de la estación. Él me miró y dijo sonriendo: La gente es muy olvidadiza. Me bastó oír esa anécdota para entender por qué los madrileños se sorprendían tanto cuando les relataba como un gran logro el haber sido capaz de sacar el computador de casa para irme a escribir al parque. Lo que me dio pena decirles es que en Colombia casi ni hay parques. Y más pena aún que aquí algo tan sencillo como sacar el computador de casa es firmar una sentencia de muerte.

No tenemos remedio. Si los miedos revelan de qué estamos hechos, los colombianos estamos hechos de violencia. No es normal tener tanta consciencia acerca de todos los peligros posibles. No es normal que la meta del día sea esquivarlos. No es normal que nos conformemos con llegar a salvo a casa. No es normal que vivamos resignados, que desde niños sepamos que las cosas no van a cambiar, que este fue el país que nos tocó. No es normal que nos trunquen la esperanza desde mucho antes de forjarla

Sara Jaramillo Klinkert

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