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La lista podría seguir varias líneas más. No nos da el espacio de la columna. Lo que termina por ser desesperanzador es que el nivel de violencia verbal no disminuye ni siquiera tras los atentados.
Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com
El pavoroso atentado contra Miguel Uribe Turbay transformó la realidad política colombiana y marcará la campaña hacia el 2026. Los balazos son el resultado de intereses por desestabilizar el país y al mismo tiempo consecuencia de un radicalismo en los discursos que normalizaron la idea de la eliminación del oponente. Más allá de la discusión nacional que insiste, de un lado, que el ataque representa un retroceso de tres décadas o, del otro, que es una muestra de que la violencia en Colombia no se ha cesado; la realidad nos impone escenas que parecían parte del pasado: el candidato en plaza pública y el sonido de los tiros que interrumpen y el hombre que se desvanece y la sangre y los gritos de los que lo acompañan.
Lo aterrador es que nuestro país no es la excepción.
La crisis de la democracia contemporánea pasa por el odio en los discursos y una bipolaridad irreconciliable. Nosotros y ellos. Buenos y malos. Merecedores de la vida y merecedores de la muerte. Lo que se vivió en Fontibón engrosa la lista de atentados a lo largo de todo el continente y evidencia la peligrosidad del ejercicio político en el que no hay nación ni ideología a salvo.
Un rápido recuento nos tiene que helar la sangre. El 6 de septiembre del 2018, en plena campaña presidencial, Jair Bolsonaro recibió una puñalada en el abdomen que lo tuvo varias semanas al borde de la muerte. El 1 de septiembre de 2002, en Buenos Aires y a la salida de su casa, un atacante gatilló dos veces en la cara de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. El arma no disparó. El 9 de agosto del 2023, en Quito, el candidato presidencial Fernando Villavicencio fue asesinado a tiros al salir de un mitin. El 13 de julio de 2024, mientras daba un discurso en Pensilvania, Donald Trump fue herido de bala en un intento de asesinato. El 24 de octubre pasado, mientras se movilizaba en una caravana, Evo Morales, expresidente de Bolivia, sufrió otro atentado en una emboscada en la que el vehículo recibió decenas de tiros. El fin de semana pasado Melissa Hortman, la presidenta de la Cámara de Representantes de Minnesota, fue asesinada a tiros.
La lista podría seguir varias líneas más. No nos da el espacio de la columna. Lo que termina por ser desesperanzador es que el nivel de violencia verbal no disminuye ni siquiera tras los atentados. Hay, en las primeras horas, una condena ridícula y luego se vuelve al enfrentamiento. Los seguidores de parte y parte encuentran formas de justificación o de negación de los ataques. Para eso están las teorías conspirativas o las acusaciones sin fundamento. No hay tiempo para respirar y hacer un análisis ponderado. No existe oportunidad para la reconciliación. Los insultos llevan a las balas y estas a los insultos nuevamente. No parece que el círculo se vaya a detener.