viernes
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Se oyeron las trompetas, el acordeón marcó la melodía, siguieron los violines, acelerados por un punteo de guitarra que hizo el preludio a un silencio. Como si fuera un llamado perentorio, con los ojos rebosantes de melancolía, que es la tristeza del recuerdo, retumbó un coro con el primer verso de la canción: ¡Cuaaando te perdí, seeeentí un dolor...!
“Esa canción me debe plata”, me dijo un amigo. “Todas las canciones de Darío me las bebí completicas. Ese man sí supo entender al pueblo”. Sentenció mientras se tomaba un aguardiente como si el trago fuera la canción que bajaba despacio por su garganta.
El héroe de la gente tiene que ser alguien que acompañe al pueblo en su dolor, porque como de alegrías sabemos poco, el dolor es el sino de nuestra unión. Con su caminar tranquilo, mirada ingenua, traje impecable, su decencia y respeto, porque sin respeto no hay amor, escribió la identidad del duelo, de la culpa y del lamento íntimo que es lo que se conoce como despecho. ¡Qué bonita palabra! Si hay una palabra que nos identifica es esa, somos un país despechado. Un país que navega por los ríos del melodrama y la frustración. El despecho es la decepción del corazón, es herida, y Darío Gómez supo interpretar esa herida, por eso es el rey. Su canción “Nadie es eterno”, como un oxímoron, será eterna.
Tuvo la muerte del justo. El pueblo, huérfano de dolor, en señal de agradecimiento fue a ponerle sus canciones. Su música resonó en las paredes del hospital sin importar que allí estuvieran otros enfermos esperando la oportunidad que la vida le negó a Darío. Estuvo tres días en cámara ardiente y el pueblo hizo fila para despedirlo. Durante toda la semana llovió, pero, al parecer, la divinidad atenta a los clamores populares regaló un sol inmarcesible para que en esa tarde del sábado 30 de julio el pueblo pudiera acompañar a su ídolo en su sueño profundo. Una caravana larga de pitos y sirenas mezclada con sus canciones se escuchó por todo el valle. Miles salieron a despedirlo, desde los balcones y las aceras le voleaban la mano al carro como señal íntima de despedida. Una niña preguntó por qué había dos carros fúnebres y alguien comentó: en uno va él y en el otro vamos nosotros. “Adiós, Darío”, decían y agachaban la cabeza en la orfandad de quien sabe que la pena es honda.
El pueblo está de luto. Darío se marchó para el Olimpo de los ídolos populares. Acompañará a Diomedes Díaz y a José Alfredo Jiménez en el reino de los que supieron hacer versos con la identidad del pueblo para habitar perennes en la memoria, pues, como diría el poeta Manuel Machado:
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad