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Volver al centro

Qué lugar común es que todos se vayan y no regresen. Al contrario de la canción de las simples cosas, qué lamentable es volver a donde se amó la vida.

19 de junio de 2024
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Por dany alejandro hoyos sucerquia @AlegandroHoyos

Nos volvemos a ver después de tanto tiempo. Sé que nos distanciamos por culpa mía. No ha sido fácil volver a verte. El bar entre Girardot y La Playa donde nos sentábamos tu y yo a tomar cerveza para alivianar el estupor de las películas independientes del Colombo Americano, ese bar, ya no tiene la misma gente, los míos se fueron. Qué lugar común es que todos se vayan y no regresen. Al contrario de la canción de las simples cosas, qué lamentable es volver a donde se amó la vida.

Nos unen las historias de tus calles. Tu olor a fruta, a manteca, a loción barata, a rebusque, a plaza, a metal; tus carros pitando, tus pregoneros, «¡Guayabal La Raya!» «¡Aranjuez Anillo!»; tus rebuscadores, tu gente humilde, tus putas, borrachos, tus mimos remedando al que pasaba, tu gente riendo mientras esperaba a alguien en el Camino Real; tus almacenes de todo a 1000, los buses echando humo, las señoras con el niño de la mano, tus viejitos en el Paseo La Bastilla: el paseo del tubo: este tuvo carro, este tuvo casa, este tuvo mujer.

Cruzo a Junín y veo una aguja de cemento gigante, tu piedra angular, el Coltejer. Paso al frente del Ástor y huele a dulce, a viejita clase media perfumada con un aroma más intenso que vendedor de lociones del Palacio Nacional; huele a mazapanes que no me gustan, me gustaban más tus cines: Radio City, el Opera, el Dux y su doble función.

En el Parque Bolívar ya no existe La Estancia, allí nos llevaba mi papá. Mi mamá hervía de la ira porque la comida le parecía el bongo de una cárcel, aunque ella nunca había estado en una cárcel. No está la loca Danny y su vestido de novia haciendo su show en el atrio de la iglesia, el templo de ladrillo más grande del mundo, con sus paredes raspadas por los bazuqueros. Busco detrás de la catedral la taberna La fuerza, tampoco está ahí. ¡Carajo! Este mundo se acabó. Bajo por la calle La Paz que lo que menos tiene es paz. Me miran con desconfianza, soy un desconocido. Estos nuevos alcohólicos y travestis no saben que tú y yo pasábamos a cualquier hora, al amanecer, borrachos, abrazados, y vomitábamos tangos, fumábamos salsita, yo te echaba el humo y vos lo recibías. No sé qué nos pasó.

Entro a la estación Prado. Abajo te ves dolido, pero con energía, con fe, rexistente, sureño, resiliente, con cicatrices y lágrimas que se van por el desagüe, con papas mugre que dan defensas, con perros esculcando en las basuras, con gente que trabaja pregonando sus deudas y esperanzas. Se escucha en un bar Juanito Alimaña, se oye en fade out la voz de Lavoe. Hasta pronto, te digo, y me respondes: «La calle es una selva de cemento». Se cierran las puertas. El tren arranca y yo me quedo mirándote. Una gota de recuerdo se me escapa por los ojos.

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