Pico y Placa Medellín
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Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
Lo ocurrido en Medellín el sábado pasado no puede pasar como un simple episodio más en la agenda de la “paz total”. Que el presidente de la República haya subido a una tarima a los principales capos de la mafia del Valle de Aburrá —hombres condenados, bajo custodia del INPEC, jefes de estructuras que por años han sembrado terror— es un hecho que exige una reflexión profunda.
No se trata de oponerse a la paz. Por el contrario: es precisamente porque creo en la paz —una paz ética, legítima, con justicia y con dignidad para las víctimas— que no puedo guardar silencio frente a lo que vimos en la Alpujarra.
Este no ha sido un proceso serio. Las negociaciones con estructuras criminales urbanas en el marco de la “paz total” han carecido de transparencia. No existe un marco jurídico claro que permita comprender los alcances de estos acercamientos, ni una metodología pública que dé cuenta de los criterios de participación, verificación o seguimiento a los eventuales compromisos de desmantelamiento y no repetición.
Más allá de las versiones oficiales, la ciudadanía no sabe a ciencia cierta qué se está negociando, quiénes participan, qué se exige a los actores armados y qué se le promete a cambio. Y en ausencia de información clara, lo que queda es el espectáculo: la imagen de unos capos recibiendo micrófono y tribuna como si fueran líderes sociales o voceros legítimos de una comunidad.
Pero no lo son. Son responsables de crímenes de lesa humanidad: reclutamiento forzado de menores, homicidios, extorsión, desplazamiento intraurbano. Llamarlos “interlocutores de paz” sin haber pasado por un proceso de verdad, justicia ni reparación no es reconciliación: es revictimización.
Y no, no se trata de negar que haya víctimas dispuestas a perdonar o a participar en un proceso de diálogo. Pero las víctimas no son un bloque uniforme. Hay muchas otras que vieron ese acto como una burla, como un golpe a su dignidad, como un recordatorio de que en este país el crimen obtiene recompensas simbólicas sin rendir cuentas.
¿Dónde estuvo el acto de reconocimiento? ¿Dónde la palabra de perdón? ¿Dónde el compromiso público de no repetición? ¿Dónde las garantías de desarme y justicia restaurativa? No estaban. Lo que hubo fue una escena cuidadosamente montada que deja más dudas que certezas.
Medellín ha sufrido demasiado. Y ha luchado durante décadas por dejar de ser identificada con el crimen. Lo ha hecho con esfuerzo institucional, con participación ciudadana, con procesos de memoria, de cultura, de educación y de resistencia. Lo mínimo que merece esta ciudad es que el Estado la respete.
La paz no puede ser una tarima. No puede ser un micrófono entregado sin condiciones a quienes han hecho tanto daño. No puede convertirse en un espectáculo sin reglas, sin metodología, sin respeto por los más vulnerables.
Por eso me indigna lo que ocurrió el sábado. Porque creo en una paz real, duradera, exigente. Una paz que no se decreta ni se improvisa. Que no se construye ignorando la historia ni pasando por encima de la memoria.
Esta ciudad no se rinde. Y muchos de nosotros tampoco.