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De repente la humanidad mira con clemencia a los animales. Grupos de protectores se identifican con su nombre: ¡animalistas! Perros, gatos, toros, caballos, ingresan bajo una capa de cariño inusitada en un mundo donde no caben los hombres débiles, viejos o diferentes.
Hay un descubrimiento enorme, ellos tienen alma, los brutos conocen, las bestias lloran. Niños y jóvenes parecen surgir de hornadas diferentes a las de padres y abuelos. Nacen con instinto de hermandad hacia esas “ciertas personas de cuatro patas”, como llama a los potros en su última obra el escritor sucreño Rafael Baena.
Es la literatura el arte que empuja esta mutación visceral. En 1992 el novelista norteamericano Cormac McCarthy publicó un título ocioso de explicar: “Todos los hermosos caballos”. Es una balada de frontera donde hombres y monturas comparten en un solo cuerpo praderas trágicas y compasivas.
Un viejo combatiente de la revolución mexicana revela en ella secretos a dos muchachos texanos: “les habló de caballos muertos debajo de él y dijo que las almas de los caballos reflejan las almas de los hombres más fielmente de lo que los hombres suponen”.
Un caballo, continuó, “comparte un alma común y su vida separada solo se forma con la de todos los caballos y se hace mortal. Dijo que si una persona comprendiera el alma del caballo, comprendería a todos los caballos que habían existido”. Cuando uno de los vaqueros preguntó si hay un cielo para los caballos, el viejo replicó: “un caballo no necesita cielo”.
Siete años después, al final de siglo, el Nobel sudafricano J. M. Coetzee en su novela “Desgracia”, pone foco sobre los perros. Pobres perros que van a ser sacrificados e incinerados, y “saben que les ha llegado la hora”. Pues “los perros saben qué está pensando cada uno, lo huelen”.
La hija del protagonista, quien alquila jaulas para cuidar de ellos, lamenta: “son parte del mobiliario, parte de los sistemas de alarma. Nos hacen el gran honor de tratarnos como a dioses, y nosotros se lo devolvemos tratándolos como meros objetos”.
Y promulga un mandamiento: “ese es el ejemplo que yo trato de seguir: compartir algunos de los privilegios del ser humano con los animales. No quiero reencarnar en una futura existencia como perro o como cerdo y tener que vivir como viven los perros o los cerdos bajo nuestro dominio”.