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Vengo de un reino febril. Febril y feliz. Más allá de los fríos, los escalofríos, los calores y los malestares; de oír voces cuando nadie había hablado, de sentir puertas que se golpeaban solas y ver patrones de luces que formaban unas espirales coloridas y bellísimas, todo alrededor de mi cama de enferma era un poema.
En mi delirio, por primera vez en la historia del fútbol colombiano salían de un equipo todos los jugadores y los directivos respaldaban al técnico.
Twitter no era el horno crematorio de las opiniones encontradas ni de las emociones, sino un verdadero oasis de la creación literaria, noticiosa e informativa en 280 caracteres.
En mi reino feliz no había eufemismos. Existían vacunas contra los males endémicos, no se conocían las que pagan a diario cientos de comerciantes formales e informales a los combos, bandas o criminales, que son sinónimos. Cuando conté que incluso en Bello hay barrios donde hay que pagar vacuna semanal solo por vivir allí, y recargada si tiene carro, las vacunas se murieron de tristeza.
Aluciné que Roy, que en todas partes se presenta como médico cirujano, estaba dedicado íntegramente a su profesión de sanar y no de polarizar, lacerar y dañar. Qué Uribe era un señor ubérrimo gozando de buen retiro y que Daniel Coronell había sido despedido. Creo que esto sí fue el colmo de mi delirio.
Que no llevábamos un año de gobierno definiendo qué hacer con San Trich, el nuevo y venerable santo en los altares colombianos. Que la economía, la salud y la pobreza eran los verdaderos retos para los padres de la Patria y para los dirigentes políticos que se dedicaban a liderar el progreso, no a propagar odio ni a dividir.
En mi reino febril, los maestros no tenían que pelear por sus derechos y podían concentrarse en enseñar. La salud era un servicio, no un negocio, y en el campo se producían alimentos en vez de importarlos. Ningún niño moría de desnutrición y mucho menos por culpa de los corruptos. Los ríos, que eran de leche y miel, corrían limpios por entre bosques sagrados.
Gradualmente la fiebre empezó a desaparecer y con ella se fue todo lo lindo. Entre el letargo de la enfermedad se abrió paso la triste realidad: Algunas programadoras de TV que promueven el disfrute mediante la violencia, la deslealtad y el egoísmo... y al que más sufra, mejor. Los que se creen superiores porque tienen tres pesos más en el bolsillo. Los que se atreven a usar el abominable “usted no sabe quién soy yo” para humillar. Un presidente que, aunque buena persona, no da pie con bola, ¿o será que no lo dejan? Los que plantean su verdad a partir de emociones y prejuicios en vez de basarse en datos y hechos. Los que creen que cuando su equipo pierde lo que se acabó fue el mundo y no un partido. Los que no son capaces de asumir errores y culpan de todo a los demás. Los que matan a un ser humano como si se tratara de una cucaracha, y la justicia, que no siempre llega y además es ciega, cómplice y selectiva.
Finalmente la Dipirona intravenosa hizo lo suyo.