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Henry Thoreau decía que el hombre debe ganarse el pan con el sudor de su frente, pero también con el sudor del cerebro que hay tras dicha frente; por eso él mismo mandaba sus pensamientos a caballo en busca de aguas profundas donde pudiera encontrar, más que el “espíritu”, la esencia de sí mismo. Sin lugar a dudas, esta introspección le ayudó a entender muy bien a Goethe cuando este afirmó que “nunca había sufrido un pesar del que no hubiera hecho un poema”. Y sabía muy bien por qué lo decía, recordemos que la escritura de la “Elegía de Marienbad” evitó que el viejo de 73 años se volara la cabeza porque una señorita de 18 le negó su mano.
A Thoreau le gustaba dar largas caminatas nocturnas, paseos en barco por los alrededores de Concord porque a través de estas actividades físicas conseguía pensar mejor y escribir más. Thoreau amaba el campo, el aire libre y la soledad, la única que le permitía aferrarse a su sueño más indefinido y esquivo: saber quién era, entenderse, antes de conocer mejor a los demás. “Es el acto de voluntad individual, aquí y ahora, el único impulso capaz de transformar la propia existencia”, escribía en la cabaña que construyó en los bosques de Walden y en la que realizó su experimento de vida solitaria entre 1845 y 1847.
Por todo esto vuelvo sobre el libro Cartas a un buscador de sí mismo, una correspondencia que empieza cuando Harrison Blake, después de escuchar el proyecto solitario de Henry, le pregunta si no creería que echaría de menos la compañía de sus amigos. A lo que Thoreau responde: “No, yo no soy nada”. Esa respuesta memorable haría que Blake le escribiera: “Lo venero porque se abstiene de la acción, y abre su alma con el objetivo de poder ser. En mitad de un mundo de actores bulliciosos y superficiales, es noble hacerse a un lado y decir: ‘Simplemente quiero ser’”. A partir de ese momento ambos iniciaron una correspondencia espiritual y filosófica que duraría 13 años.
Mientras leí: “No se trata tanto de conocer esto o aquello como de cambiarse a uno mismo, ser mejor, ser más feliz”, o: “Qué rápido nos disponemos a calmar el hambre y la sed de nuestros cuerpos. ¡Y cómo nos demoramos en calmar el hambre y la sed de nuestra alma!”, no podía dejar de pensar en lo pobres que somos como individuos. Creemos saber muy bien quiénes somos cuando en realidad nos asusta mucho ese encuentro.
Si supiéramos quiénes somos podríamos ayudarnos mutuamente a vivir mejor; antes, no, antes apenas seremos un montón de habitantes que creen comprenderse, pero en realidad lo que pasa es que nos tememos y por eso es tan terrible nuestra insensibilidad