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Columnistas | PUBLICADO EL 07 abril 2021

Borrachera

Por Ana Cristina Restrepo J.redaccion@elcolombiano.com.co

Una de las costumbres más arraigadas en nuestra cultura es la de culpar a los otros. Desde niños nos entrenan en el insano vicio de señalar, no solo para desligarnos del sentimiento de culpa sino para elevarnos sobre el otro, ese que “no sabe controlar” sus instintos y emociones. (Mejor no exploremos las honduras del “si nadie me pilla” en medio de una acción inapropiada... esta nunca sucedió: “Olvidamos fácilmente nuestras culpas cuando somos los únicos en conocerlas”, como dice François de Rochefoucauld).

En pandemia no hay crucifixión que redima. Más que irredentos, somos irredimibles. En paredes y pechos, en altares, obras de arte, culatas de buses y pieles tatuadas, la imagen de una cruz no solo evoca el pecado, sino su consecuencia máxima: la culpa.

Nacemos con el “pecado original”: culpables. Crecemos culpando.

Sin prisa ni pausa, la pandemia ha mezclado un coctel cuyos ingredientes básicos son el miedo a la muerte y el hábito de culpar a otros. Y lo bebimos hasta el tallo del cáliz. Esta borrachera colectiva ha evidenciado como nunca un problema estructural: nuestra escasa formación ciudadana, que nos impide mirarnos como pares. Con la misma copa que alzan los gobernantes, brindan los medios de comunicación y las audiencias, propalamos: “¡La culpa es de la indisciplina!”, “¡es que somos muy brutos!”. La continua alusión al “comportamiento desaforado” y “corrupto”, la “regañadera” en micrófonos radiales y televisivos, nos emparenta con Laureano Gómez y su desprecio por el “oscuro e inepto vulgo”.

Sin que medie intención de entendimiento: la politóloga vacunada, ¡al patíbulo! La vacunadora que regó una gota de Pfizer: ¡a la hoguera! Los vendedores ambulantes: ¡crucifíquenlos!

Todos son demasiado incautos o demasiado miedosos... menos yo.

Martín Caparrós sintetizó la historia del pecado: “La invención mesopotámica del pecado fue la forma de transferir la culpa del poder al impotente: eran los hombres –cada hombre– los que se equivocaban, los que causaban las desgracias y debían suponer cómo y por qué”. Con el cristianismo, agrega, la culpa siguió en uno mismo: “Todo lo malo te sucedía por tus errores, por tus desviaciones, porque el poder –el dios o lo que fuera– era justo, infinitamente justo”.

Los poderosos hacen fiesta cuando logran posicionar la retahíla que nos transfiere la culpa exclusivamente a los ciudadanos. Vivimos una catástrofe de salud pública: un Departamento con días de hasta tres mil contagios, congestión sostenida de unidades de cuidados intensivos superior a 90 % y remisión de pacientes a otras jurisdicciones nada gana con tener a sus habitantes enfrentándose entre sí, mirándose con sospecha.

La prevención sigue sin ser prioridad pública. El presupuesto del espectáculo televisivo de Iván Duque podría haberse invertido en campañas pedagógicas sobre cuidado de la salud física y mental en espacios reducidos, alimentación, ejercicio, convivencia solidaria o mecanismos masivos de detección. En Australia establecieron pruebas de Covid gratuitas; ¿por qué acá no instalaron puestos en terminales de transporte y otros lugares públicos al concluir la Semana Santa? ¿Para no dañar el negociazo de los laboratorios?

Concluye el cronista argentino: “Con el fin de la cultura realmente religiosa, ese gran truco del poder se desarmó. Aprendimos a pensar lo contrario: que la culpa no es nuestra, que son los conjuntos, las sociedades, las estructuras. Que el infierno son siempre los otros”.

En esas estamos, en el mismísimo infierno. Y con el diablo borracho

Ana Cristina Restrepo Jiménez

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