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Las elecciones de medio término que se celebraron en Argentina hace una semana y que renovaron buena parte del órgano legislativo dejaron al país en una situación política particular. El peronismo, que preside a la nación encabezado por Alberto Fernández y con la pesada presencia de Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta, fue derrotado en la mayoría de las provincias en disputa y perdió el control de la cámara, algo que no le ocurría a esta fuerza política desde el regreso de la democracia. El oficialismo celebró —increíblemente— porque presentían una derrota mayor, pero la oposición ha dado un golpe contundente.
Con dos años presidenciales ejercidos —atravesados por la pandemia— y dos años por venir, el gobierno de Fernández y Fernández parece resquebrajado por dentro, con una popularidad a la baja y el kirchnerismo incómodo por lo que, siente, ha sido un gobierno tímido y pasivo. Demasiado tibio. La misma Cristina, fuerza omnipresente y quien escogió a Alberto para ser candidato, ha publicado cartas criticando la gestión y se muestra poco en público de la mano de su elegido.
La pelea, que desde lo político ya es tremendamente grave, se hace catastrófica si se tiene en cuenta que la estabilidad interna del Ejecutivo es fundamental para calmar una economía al límite. Con la inflación disparada, la devaluación galopando y la necesidad de lograr un acuerdo de renegociación de deuda con el FMI (que le desembolsilló a Mauricio Macri 44 mil millones de dólares), cualquier desencuentro en la Casa Rosada amenaza con llevar al país del sur al abismo.
En cada café, en cada taxi y en cada parada de bus, el sentimiento es el mismo. Parece que todo va explotar mientras los políticos se enzarzan en sus disputas. El cuadro es de terror: hay peleas de poder al interior del oficialismo, entre el oficialismo y la oposición, y al interior de la oposición. Todos contra todos. El recuerdo del nefasto 2001, cuando el país colapsó, es un fantasma que sobrevuela.
Para los argentinos, acostumbrados al sube y baja de su economía, hoy el problema radica en una pandemia que hundió a una nación ya hundida. Y hay miedo. Porque el futuro depende de un acuerdo entre la clase política, lo que es, al mismo tiempo, el símbolo de la esperanza y la amenaza que los condena