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Querido Gabriel,
“Cuando tengo que improvisar un discurso, me preparo tres semanas antes, escribo varias opciones y lo repito frente al espejo hasta que me siento listo. La única manera para hacer un buen discurso improvisado es practicando durante muchas horas”. Los biógrafos de Mark Twain coinciden en que, aunque la cita puede ser apócrifa, repetía frecuentemente frases parecidas. Era un chiste que le gustaba mucho. ¿No crees que en este momento todos estamos, de alguna manera, improvisando? ¿Conversamos sobre aprender a responder a lo que surge sin previo aviso, nos cambia el contexto y nos redefine la vida?
En estos días me he preguntado qué diferencia a los líderes que inspiran confianza de los que dan bandazos, y tal vez la capacidad para improvisar, en el sentido que le dio el escritor norteamericano, pueda ser una de ellas. La improvisación, tan importante en la música y el arte, se estudia menos en liderazgo. De hecho, en el mundo gerencial muchas veces criticamos a alguien diciendo que “está improvisando”. Quien así habla no sabe los años, la práctica y el esfuerzo que implican las grandes improvisaciones.
Lo primero para hacerlo correctamente es la madurez, producto de la experiencia. Una cosa es improvisar armoniosamente luego de años de cultivar el espíritu y el talento, lo saben los músicos de jazz, y otra actuar irreflexiva e imprudentemente. La inteligencia de los jóvenes es clave por su agilidad y audacia, pero la de los líderes maduros es imprescindible porque cristaliza conceptos diversos, les permite ver un panorama amplio, encontrar el camino en medio de la ambigüedad, tomar decisiones con coraje, alineados con su propósito. Ellos saben hacer pausas, tienen empatía y han aprendido a escuchar.
Los mejores improvisadores son, por otro lado, los más preparados. No se puede lograr una buena improvisación, lo aprenden los actores, sin trabajar duro, equivocarse, observarse críticamente y volverlo a intentar. ¿No crees que los líderes que construyen confianza mientras improvisan son aquellos que estudian, confían en la ciencia, escuchan voces diferentes y siempre experimentan? Saben que el aprendizaje no termina, que nunca llegarán a sabérselas todas. La práctica permite construir hábitos y abrir canales de consciencia para que no nos paralicen los imprevistos, sino que simplemente nos sacudan como el viento al bambú, que no lo arranca, pero le recuerda cuánto le gusta danzar.
Sin embargo, ni la madurez ni la preparación nos pueden quitar la chispa de la curiosidad y el gozo del quehacer auténtico, esenciales en toda improvisación. Fue el mismo Twain el que alertó sobre los riesgos de la experiencia: “Debemos tener mucho cuidado con sacar de la experiencia solamente su sabiduría, o nos puede pasar lo de la gata que se sienta en una estufa caliente. Que nunca más volverá a sentarse en una estufa caliente, lo cual es bueno; pero tampoco se volverá a sentar jamás en una estufa fría”. La experiencia no puede ser tomada literal, hay que decantarla.
Finalmente, y quizá esto sea lo más importante, debemos mantenernos abiertos, deseosos de aprender. ¿Te acuerdas del cociente de curiosidad propuesto por Thomas L. Friedman? Tal vez el problema de la gata de Twain es que un trauma limitó su curiosidad, su actuar natural, olvidó la dicha de vivir sin miedo, la capacidad de afrontar situaciones nuevas con entusiasmo y creatividad. Por eso, para celebrar la inquietud de la curiosidad, fundamental para la buena improvisación, y animar la tertulia, te comparto esta frase de Antonin Artaud: “Vivir no es otra cosa que arder en preguntas”.
* Director de Comfama