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Columnistas | PUBLICADO EL 20 septiembre 2022

Amnesia y paz

Y aquí vamos con Petro, más de 200 años después, volviendo a admitir que el Estado colombiano no ha sido capaz de ejercer su poder y autoridad frente a toda la ralea de bandidos que vuelven a exigirle amnistías e indultos.

La palabra amnistía viene del griego ἀμνηστία (amnēstía), es decir que traduce propiamente olvido, y de allí a amnesia hay un paso.

En eso hemos vivido los colombianos desde cuando Antonio Nariño, el 9 de enero de 1813, en medio de la singular Patria Boba y luego de su victoria en la guerra civil contra los federalistas, otorgó generosa amnistía y libertad a todos los vencidos prisioneros, entre los cuales estaba el novel militar Francisco de Paula Santander. Años después, ya como presidente, Santander le correspondió con un infame tratamiento a Nariño.

Durante la vida republicana, a partir de la victoria en la Batalla de Boyacá y hasta finales del siglo XIX, hubo numerosos actos de amnistía e indultos, muchos por decisión del Libertador, que incluyeron, de nuevo, a Santander. El último de ese siglo lo firmó el general Rafael Reyes en 1895 tras derrotar a los revolucionarios liberales; no hizo prisioneros y expidió salvoconductos a los vencidos. Luego estos se levantarían contra el gobierno para iniciar la Guerra de los Mil Días.

En 1948 el Congreso expide la ley 82, que concedió “amnistía a los procesados o condenados por delitos cometidos con ocasión de los sucesos del 9 de abril próximo pasado”; más de tres mil homicidios del Bogotazo tras el asesinato de Gaitán quedaron cubiertos por la impunidad absoluta. Luego el dictador Rojas Pinilla indultó y amnistió a numerosos actores de violencia, incluyendo a quienes intentaron un golpe de Estado en Pasto en 1945 contra López Pumarejo, y a las guerrillas liberales.

Medidas de menor impacto, con amnistías, dictaron Lleras Camargo, Valencia Muñoz, Lleras Restrepo y Pastrana Borrero; López Michelsen no dictó ninguna, pero salvó del exterminio inminente al Eln; Turbay Ayala fue más generoso, pero Eln, M-19, Farc y otros le devolvieron sus ofrecimientos en forma de plomo. Betancur no se quedó atrás y superó las ofertas y gabelas de Turbay y el triste resultado final fue la matazón del Palacio de Justicia.

Barco logró, finalmente, el primer gran acuerdo con las guerrillas posteriores a “la Violencia” de los años 50 y 60, con la desmovilización del M-19, Epl y Quintín Lame; Gaviria lo intentó en Tlaxcala, Samper en Maguncia y Pastrana, con la mayor oferta posible, en El Caguán. Uribe hizo lo propio, con penas bajas y extradiciones, y logró desmovilizar buena parte del terrible aparato paramilitar.

Santos se anotó su Nobel con La Habana y Duque dejó pasar cuatro años con más pena que gloria, cargando con el peso de no querer hacer trizas la endeble paz, pero sin dar pasos seguros a ningún lado. Y aquí vamos con Petro, más de 200 años después, volviéndose a sentar, a dialogar, a “buscar la paz”, a admitir que el Estado colombiano —esta República maltrecha y esta democracia vilipendiada— no ha sido capaz de ejercer su poder y autoridad frente a toda la ralea de bandidos que, amparados en el carácter político de sus crímenes, vuelven a exigirle amnistías e indultos.

Y se los darán. Nuestra amnesia es, finalmente, la mejor arma de los malos 

Melquisedec Torres

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