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Por jorge Zepeda Patterson
Andrés Manuel López Obrador no llegó al poder gracias a sus conocimientos de economía, está claro, pero sí a su extraordinaria experiencia y habilidad política. No es de extrañar que el balance de su primer informe oficial como presidente de México arroje un resultado tan contrastante: aprobado en política, reprobado en economía. La pregunta de fondo es ¿cuánto puede avanzar un proyecto tan ambicioso como el de la Cuarta Transformación cuando una de las dos piernas flaquea de tal manera?
Que ha sido un éxito político no hay dudas. Su partido controla el Congreso, la oposición formal e informal está completamente desdibujada, sus niveles de aprobación popular rondan el 70 %, el poder judicial se ha mostrado apabullado por sus presiones y los grandes empresarios han preferido ceder y hacer las paces que enfrentarlo. En suma, en pocos meses el nuevo presidente ha dado los golpes necesarios sobre la mesa para hacer ver al resto de los poderes y actores políticos que solo hay un soberano en el reino.
El problema es que el reino está en la inopia. Los pronósticos para este el año y el próximo atisban prácticamente un estancamiento. El nerviosismo comienza a extenderse. Estábamos acostumbrados a que el primer año de una nueva Administración fuese de atonía debido al reacomodo de cuadros y a la contracción del presupuesto atribuido a la transición; también se entiende que el contexto internacional y la volatilidad de los mercados (léase Trump) no han sido el mejor de los contextos. En ese sentido, había y hay razones para extender el beneficio de la duda al Gobierno de AMLO frente a los magros resultados.
Sin embargo, cada vez son más los indicadores que apuntan a la posibilidad de un período de vacas flacas más allá de lo coyuntural y, peor aún, que parte de las razones tendrían que ver con decisiones, o la falta de ellas, en materia económica por parte del nuevo Gobierno.
La pregunta de fondo sería entonces ¿qué pasa con un proyecto político fuerte en el contexto de una situación económica débil? El presidente ya ha cambiado su narrativa para decir que lo importante no es el crecimiento sino el desarrollo social. Y en muchos sentidos tiene razón. Durante largos períodos tuvimos un crecimiento modesto, pero crecimiento al fin, que por desgracia no se tradujo en un beneficio para las grandes mayorías. En lo inmediato una mejor distribución y políticas públicas progresistas pueden mejorar el bienestar de la población. Pero al mediano y largo plazo el desarrollo social sin crecimiento económico está condenado al fracaso. Más allá de la coyuntura se trata de un asunto de recursos. Y allí está el caso de Cuba y de Venezuela, países dotados de una poderosa maquinaria política y de unas endebles estructuras económicas.
El crecimiento no basta para producir el bienestar de la población, pero sin él tampoco es posible. No es casual que las sociedades escandinavas sean el paradigma de los gobernantes que desean una comunidad próspera, han conseguido ambas cosas: una expansión material significativa y una envidiable distribución de los beneficios. O para decirlo en términos más crasos, es obvio que el dinero no proporciona la felicidad, pero qué difícil es conseguirla cuando se vive en la miseria.