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Un proceso constituyente es un monólogo vacío, conducente únicamente a poner la atención del pueblo por fuera de los problemas que, de ser resueltos, nos generarían verdadero valor.
Por Alejandro Noguera C. - alejandronoguerac@gmail.com
La propuesta lanzada por el presidente de la República en el sentido de avanzar hacia una Asamblea Nacional Constituyente ha desatado una discusión nacional legítima. No voy a repetir aquí las diferentes manifestaciones de preocupación expresadas alrededor de la propuesta, pero lo que sí expresaré es un primer nivel de preocupación en que propuestas de esta naturaleza provengan más de una expresión emocional, que de un ejercicio ponderado y racional.
El cambio de mensaje de estos últimos días, en cambio, sí me ha merecido una reflexión especial. En el cambio sutil de proponer una Asamblea Nacional Constituyente, para pasar a hablar activamente de un “Proceso constituyente” veo aspectos que merecen consideración, y que me generan múltiples preocupaciones asociadas al riesgo inmerso en una discusión agotadora y demagógica que nos puede resultar profundamente dañina.
Alguno dirá que un “Proceso constituyente” y una Asamblea Constituyente suenan a lo mismo, pero en mi concepto tienen, al menos, tres diferencias sustanciales: la Asamblea Constituyente es un mecanismo de reforma constitucional reglado, dependiente del funcionamiento del aparato institucional. El tal “proceso constituyente”, en cambio, se parece más a la agitación caprichosa del constituyente primario para volcarlo en contra de los poderes constituidos; una Asamblea Constituyente necesita organización institucional, rigor procedimental, respeto por la legalidad. Al tal “proceso constitucional”, en cambio, puede bastarle con un poco de pan, y un poco de circo para operar. Y, por último, una Asamblea Constituyente implica diálogo y discusión activa para encontrar en el disenso el mejor vehículo para alcanzar consensos. Un “proceso constituyente” es un monólogo vacío, conducente únicamente a poner la atención del pueblo por fuera de los problemas que, de ser resueltos, nos generarían verdadero valor.
En una diferencia semántica entre uno y otro concepto, entonces, puede estar la esencia de todo lo que entraña una propuesta problemática. Sería más fácil decir abiertamente que el proceso constituyente se traduce exclusivamente en agitación popular, de manera tal que con ello podamos advertir con más facilidad el riesgo que ese ejercicio entraña en el deterioro de un sistema de equilibrio de poderes que, puesto a prueba una vez más en nuestro aparato institucional, ha cumplido su papel.
Los tiempos que viven las democracias modernas hacen indispensable la discusión activa con todos los sectores de la población sobre estos asuntos. Sobre este tema institucional se debería estar hablando, con objetividad, en todos los salones de colegios y universidades del país. Eso, efectivamente, resultaría en un proceso constituyente serio que permitiera alertar sobre la necesidad de que todos los ciudadanos, y sobre todo aquellos que por comodidad se han vuelto indiferentes a los asuntos públicos, asuman un rol cívico conducente a fortalecer nuestra democracia.
Vivimos tiempos en los que, en lugar de concentrarnos en tantos asuntos interesantes alrededor de nuestra visión de país, tenemos que concentrarnos más bien en leer entre líneas las verdaderas intenciones de nuestros gobernantes. Quizás, por lo menos, detrás de ese hecho desafortunado esté inmersa una oportunidad de asumir un rol como verdaderos ciudadanos que, por nuestra propia indiferencia, nos ha traído hasta donde estamos.