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Por Alejandro De Bedout Arango - opinion@elcolombiano.com.co
Silenciaron a Miguel, pero encendieron a una Colombia que no se dejará callar.
Esto no fue un accidente. No fue el azar. Fue un crimen político, premeditado y ejecutado bajo la mirada de un Estado que toleró y aplaudió la incubación del odio que terminó por asesinarlo.
No necesitamos que la Fiscalía avance con su parsimonia ni que un juez, años después, dicte un fallo. El país entero sabe quién señaló a Miguel, quién lo persiguió, quién lo perfiló y quién hizo de su nombre un blanco político hasta que lo borró. Sabemos quién transformó las diferencias política en odio y la oposición en condena a muerte.
Durante meses, desde las tarimas, redes sociales y discursos oficiales, se soltaron palabras de odio que no eran simples opiniones: eran órdenes veladas. Se alimentó la rabia contra él, se lo puso en la mira de los violentos, y al final un menor de edad apretó el gatillo. Se lo entregaron como carne de cañón a los bandidos, los mismos que hoy fracasan en las negociaciones de la “paz total” pero disfrutan de todos los privilegios posando de “gestores de paz” y convirtiéndose en gestores de guerra.
En Colombia matar a un opositor no es un hecho aislado: es el último capítulo de un libreto que ya conocemos. Se siembra odio, se señala al enemigo y, cuando el terreno está listo, llega la bala.
Tan indolentes son, que compararon el riesgo mortal de ser político de oposición —riesgo que le costó la vida a Miguel— con el de montar bicicleta. Un insulto a la inteligencia, una burla a la democracia, una confesión cínica de que no les importa.
Los mismos que convirtieron “nos están matando” en su bandera electoral hoy callan. Guardan silencio frente a más de 97 líderes sociales asesinados en este gobierno, incluyendo a Miguel. Callan porque el poder les compró la lengua con contratos, burocracia y privilegios.
Prometieron un país “potencia mundial de la vida” y nos entregaron una potencia mundial de la muerte. Prometieron cambiar la historia y terminaron repitiendo lo peor de ella.
Silenciaron a Miguel de la manera más cobarde, lo asesinaron por que les incomodaba sus posiciones vehementes de oposición. Creyeron que apagaban su voz. Pero lo que hicieron fue encender un país. Si Colombia despierta, su muerte marcará el fin de la política que mata. Si Colombia permanece dormida, no solo enterramos a Miguel: estaremos enterrando la esperanza de esta generación.
Esto no es un llamado a la venganza, pero sí a la justicia. La justicia deberá llegar, pero la justicia política se ejerce en las urnas. Y el próximo año, cada voto consciente será un acto de memoria, un grito contra la impunidad, un mensaje claro de que en Colombia no se mata para callar.
Miguel no cayó por casualidad. Cayó porque la política de la intimidación y el exterminio sigue viva. Porque algunos creen que el poder se defiende eliminando al contradictor. Si algo nos deja su asesinato es la obligación de derrotar a esa política, no con balas, sino con votos.
La historia juzgará a los autores intelectuales, a los que sembraron el odio y a los que guardaron silencio por conveniencia. Pero el pueblo colombiano también los puede juzgar ya: en las calles, en la opinión pública y en las urnas. Ese será el verdadero homenaje a Miguel.