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Síndrome de abstinencia presidencial

Prometió transformar un país y terminó atrapado en su laberinto.

hace 4 horas
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  • Síndrome de abstinencia presidencial

Por Alejandro De Bedout Arango - opinion@elcolombiano.com.co

El poder no es eterno, pero resulta profundamente adictivo. Quien lo ha probado sabe que enceguece, embriaga y duele cuando se pierde. Gustavo Petro, a pocos meses de entregar la Presidencia, encarna con claridad el síndrome de abstinencia del poder: necesidad de atención, confrontación constante y búsqueda desesperada de protagonismo. Ya no gobierna con propósito, reacciona; ya no lidera, pelea; ya no construye, improvisa para mantener el protagonismo que teme perder.

Durante más de tres años, se habituó a una dosis diaria de exposición pública. Cada alocución improvisada, cada mensaje intempestivo en redes y cada discurso de confrontación sirvieron de combustible para sostener un relato de lucha contra enemigos imaginarios. Así como el poder es una adicción, algunos del círculo más cercano tampoco han estado exentos de dependencias a las drogas, el alcohol y las mujeres. En el caso de Petro, existe una adicción más peligrosa: un vicio más sofisticado y corrosivo, la adicción al poder.

Esa dependencia se refleja en su estilo de gobierno: confrontación, victimización, dificultad de reconocer errores y agresividad frente al disenso. No son simples rasgos de carácter. Para Petro, el poder dejó de ser instrumento de transformación y se convirtió en escenario para mantenerse visible.

Un mandatario en abstinencia puede transformarse en un factor de inestabilidad institucional. Cada crítica se interpreta como persecución, cada investigación como complot y cada derrota como un golpe encubierto. Esa lógica paranoica desgasta las instituciones, erosiona la confianza ciudadana y desvía al país de sus prioridades.

Su reciente intervención ante la ONU confirma esa tendencia. Viajó para representar a Colombia, pero actuó como activista desorientado. Convirtió una tribuna internacional en un escenario de victimización y confrontación, instrumentalizando causas globales —el conflicto en Gaza— para ocultar fracasos internos. Llegó incluso a proponer la creación de un “ejército de paz” y a ofrecer voluntarios colombianos para intervenir en conflictos externos, mientras en su propio país la guerra se intensifica y los grupos armados se fortalecen bajo la ambigua bandera de la “paz total”.

La contradicción es evidente: quien no ha logrado contener la violencia terrorista en su territorio pretende convertirse en mediador de las guerras ajenas. Se enfrenta a líderes como Donald Trump pero a su vez defiende y aplaude al dictador Nicolás Maduro, dramatiza ante la pérdida de su visa y opina sobre conflictos lejanos con la misma ligereza con la que evade las crisis internas.

Colombia no puede ser rehén de un líder atrapado en la abstinencia del poder. El cierre de mandato debería ser un ejercicio de rendición de cuentas, no una campaña para perpetuar el relato del mártir. El guayabo será inevitable. Tuvo en sus manos la oportunidad más grande de su vida y la dejó escapar entre los dedos. Prometió transformar un país y terminó atrapado en su laberinto. Su legado no será el cambio que prometió, sino el fracaso de quien confundió poder con protagonismo.

El reto para Colombia será superar, con firmeza, la abstinencia de un mandatario que hizo del poder su droga y de la confrontación su refugio. La política debe recuperar la sobriedad.

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