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Frisby no es un producto. Es un tótem. Y hace poco, alguien intentó robarlo.
Por Aldo Civico - @acivico
Hay cosas que no se discuten. No porque estén escritas en la ley, sino porque viven en la sangre. En Colombia, eso es la arepa redonda, el café sin azúcar, y el pollo Frisby. No es solo el sabor: es memoria. Es tribu. Es el pollito amarillo que sonríe desde una caja grasienta. Es el olor que se cuela por la ventana y detiene el tiempo. Es cumpleaños, partido de fútbol, reunión con el tío que siempre se lleva la última presa. Frisby no es un producto. Es un tótem. Y hace poco, alguien intentó robarlo.
No fue un escándalo ni un boicot. Fue peor: una amenaza silenciosa, quirúrgica, burocrática. Una empresa española, con dos clics y dos mil euros, intentó registrar el nombre Frisby en Europa. Allá, donde el alma no se mide en bandejas ni en memorias, sino en documentos y vacíos legales. Y entonces pasó lo imposible.
El país respondió. No solo los de siempre. También los rivales. KFC, Kokoriko, Buffalo Wings. Hasta ellos se pusieron del lado correcto de la historia. Cambiaron sus logos. Publicaron mensajes. Por un instante, todos colgaron las armas para defender algo que los trasciende: el derecho a seguir siendo quienes somos. Avianca, Éxito, Argos. Todos se sumaron. Y también el señor de la esquina que vende minutos. Todos con un solo grito: Nos damos aPollo. Y eso no fue marketing. Fue épica.
Fue la confirmación de una verdad incómoda: que sólo cuando algo querido está en riesgo, recordamos lo que importa. En una tierra donde no nos ponemos de acuerdo ni en el clima, el pollo nos unió. Verdes y Rojos. Paisas y rolos. Vegetarianos en crisis de fe. Todos. Todos por Frisby. Ese es el verdadero poder de una marca: no vender. Unir. Encarnar una identidad. Ser el espejo donde un país cansado se reconoce y dice: Esto sí soy yo.
El profesor Łukasz Sułkowski lo llama patriotismo empresarial. Y tiene razón. Una marca como Frisby no se defiende con abogados. Se defiende con historia. Con memoria. Con orgullo. Porque cuando una marca se vuelve patria, cada bandeja es una bandera. Lo que ocurrió con Frisby es más que una anécdota. Es una enseñanza.
Las empresas no solo venden. Las empresas crean patria. Tejen comunidad. Narran quiénes somos. Cuando están alineadas con la identidad de su pueblo, se convierten en murallas contra la amnesia colectiva. Y cuando una marca logra que hasta el tipo que nunca presta el WiFi se ponga la camiseta, entonces ha tocado algo sagrado. Frisby no es solo un negocio. Es un refugio. Una trinchera de pertenencia. Y en tiempos de incertidumbre, es a eso a lo que corremos: a lo que sabemos, a lo que nos recuerda que no estamos solos. Hoy la batalla legal sigue en Europa. Pero aquí, en este rincón del mundo donde todavía los colombianos creen en el sabor de lo que es suyo, ya se ganó algo más grande: el derecho de saberse tribu. Y eso, como todos lo saben, no se negocia.