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Columnistas | PUBLICADO EL 09 junio 2015

Acoso escolar

Porhumberto monterohmontero@larazon.es

«Estoy cansada de vivir». Ese fue el mensaje que envió Arancha, de 16 años, a su grupo de amigas del instituto Ciudad de Jaén de Usera, un barrio obrero del sur de Madrid. El pasado viernes 22 de mayo, Arancha se levantó para ir a clases pero jamás llegó. Cerró la puerta, bajó las escaleras y se arrojó al vacío por la ventana de las escaleras del sexto piso.

Su suicidio ha destapado la pesadilla en la que vivía, un drama que comparten a diario millones de niños y adolescentes en todo el mundo. Arancha sufría acoso escolar desde hacía tres meses. Un compañero del centro, de 17 años, la chantajeaba. “Guarra, ¿qué dices de mí? Me cago en tus muertos. Me vas a dar 50 euros o voy a ir con mis primas y más gente a pegarte”. Esa fue la amenaza de su carcelero cuando supo que ella había hablado.

Aconsejada por la dirección del instituto, Arancha acudió a la comisaría acompañada por su madre para denunciar los hechos un 29 de abril. Según relató la menor, todo empezó en febrero, a raíz de romper su amistad con el chico, detenido el mismo día que ella se suicidó. Tras la denuncia, ambos fueron citados en el centro escolar con sus padres. Entonces, por un tiempo, cesó la extorsión. Pero desde mayo volvieron las amenazas y las vejaciones. A Arancha la insultaban vía WhatsApp y, aunque ella abandonaba el grupo, la volvían a incluir. El grupo lo integraban cinco personas (el acosador y una amiga suya, ambos imputados, dos chicas más y un tercer alumno). La víspera de su muerte, el grupito le arrojó agua en presencia del resto de alumnos.

El caso de Arancha ha vuelto a sacar a la luz pública el infierno silencioso por el que pasan uno de cada tres muchachos en España. Un drama ligado a la desesperación de unos profesores maniatados para hacer frente a la indisciplina de una sociedad global que tolera y hasta glorifica la violencia, y de la cada vez más frecuente dejadez de l os padres.

El acoso escolar ha existido toda la vida. Cuando yo era chaval, un compañero de curso se quitó la vida sin que muchos supiéramos muy bien por qué. En mi colegio, un centro religioso agustino solo para chicos, sobrevivir era una pelea constante. La mayoría lo pasábamos en grande pese a las complicaciones, pero para los más débiles de cuerpo y espíritu el día a día era un tormento. Había que aparentar ser un tipo duro o estabas jodido. La vida es así: el pez grande se come al chico. Eso es ley en los patios de los colegios de todo el mundo.

Aún así, teníamos reglas. Nadie se metía con los chicos con problemas físicos o retrasos (Arancha sufría una leve discapacidad). Y, sobre todo, teníamos la disciplina de unos buenos maestros, duros cuando era menester, y de nuestros padres. Porque, en aquella época, si te pasabas de la raya, tus mayores no se andaban con bobadas. Se rompía el diálogo y te caía un buen pescozón seguido de un castigo. Sin rechistar.

Reviso las estadísticas en Colombia, un país más acostumbrado a la violencia que España, y la situación es similar. Y pienso que la solución está en los padres, en cuya figura recae la principal responsabilidad de educar a los chavales. Debemos potenciar la autoridad en casa y devolvérselas a los maestros en la escuela.

Mi hijo Diego, de ocho años casi, es un buen muchacho. Demasiado, quizás. Por eso, siempre le he dejado claro que debe ser capaz de defenderse. Y le he enseñado a hacerlo. Con sus propios puños. Pero también le he advertido de que debe respetar a sus profesores y compañeros por encima de todo. Sabe que, de lo contrario, se le cae el pelo. Puede que esté chapado a la antigua, pero así me educaron mis mayores. Y no me ha ido del todo mal por el momento.

Humberto Montero

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