viernes
3 y 2
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Fue bien particular la amistad entre Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti. Cualquiera imaginaría a ese par de personajes, al fondo de un bar, hablando animadamente sobre lo leído y lo por leer. Imaginaría a un par de pesimistas intercambiando miserias, buscando formas novedosas de convertirlas en literatura, pero lo cierto es que se sentaban en silencio durante horas, cada uno perdido en su bebida y en sus pensamientos. He aquí la paradoja: dos hombres con el extraordinario don de la palabra que, sin embargo, se daban cita para quedarse callados. Y eso que hacer parar a Onetti de la cama era toda una hazaña, pues no solo padecía de una intensa flojera sino que, además, presumía sobre ella.
Hace un tiempo conocí a una mujer que fue a recibir el año nuevo, arriba en la Sierra Nevada de Santa Marta y, la que iba a ser una sola noche, terminó convertida en más de veinte años. Los indígenas Kogui, pese a ser poco abiertos hacia los extraños, terminaron aceptándola dentro de la comunidad y hasta llegaron a agarrarle cariño. Una vez me contó que las visitas de los koguis, a menudo, consistían en sentarse junto a ella a masticar coca y a triturar conchas de mar en sus poporos. Mientras me lo contaba, recuerdo que la mujer hacía largas pausas en medio de las cuales cerraba los ojos y sonreía como si aún pudiera oír el sonido de las conchas triturándose. Me explicó que la visita transcurría en silencio durante muchos minutos, al término de las cuales, el visitante de turno se ponía de pie y le decía: me gustó mucho acompañarla. Y ella lo veía salir del rancho, con unos pasitos cortos que no conocían de afanes, lo veía salir en silencio tal y como había llegado. La mujer terminó dándose cuenta de que las visitas no necesariamente tenían que consistir en un incesante intercambio de palabras y que la sola presencia del otro la hacía valorar cosas diferentes a la charla. Aprendió que, a veces, estar juntos en un mismo lugar es suficiente.
Lo anterior me hizo pensar que el grado de confianza e intimidad entre dos personas debería medirse según la cantidad de tiempo que sean capaces de acompañarse en silencio. Porque hablar es muy fácil. Nos lo enseñan desde pequeños. Nos alientan a no dejar caer la charla, a rellenar todos los espacios sobre los cuales se cierna la amenaza del silencio. Lo normal parece ser preguntarle al otro si acaso le pasa algo cuando se queda callado y no, lo normal también tendría que ser poder ejercer el derecho a callar sin dar explicaciones, a no exigirle al otro más que su sola presencia, alejados del bullicio y la charla autoimpuesta.
Recién hice un listado de aquellas personas con las que me siento cómoda en silencio. Son pocas, pero sin duda alguna, son con las que tengo un nivel más profundo de comunicación. Porque para entendernos no siempre bastan las palabras, puede incluso que sobren. A veces es suficiente con estar juntos sin más expectativas que estar juntos. Imitar a Onetti, a Rulfo o a los koguis que saben darse el regalo de acompañarse en silencio