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Este es el título dado por los estudiosos Mauricio García Villegas y María Adelaida Ceballos Bedoya, a un avance de su investigación denominada “La profesión jurídica en Colombia. Falta de reglas y exceso de mercado”, aparecido hace poco con el sello de la editorial española Ariel y con una extensión de 160 páginas.
El trabajo –amén de la introducción– consta de cuatro partes: la primera, muestra el estado de una educación jurídica sesgada por la clase social tanto en pregrados como en posgrados; la segunda, examina el crecimiento de la profesión en el medio y pone de presente la falta de controles para la misma, en un mundo plagado de desigualdades para quienes se lanzan a ese difícil ejercicio. La tercera, a su turno, aborda el mercado en este ámbito con toda su problemática inmersa; la cuarta y última, que debiera ser la más importante, por ahora ‒deberá esperarse, la publicación final‒ ofrece algunas ideas preliminares sobre lo que se debe hacer para superar los aspectos problemáticos estudiados.
El texto empieza por sentar una afirmación clave para entender el asunto en escrutinio, esto es, la atinente a “la fuerte juridización de la vida social y política”, pues “lo que no pasa por el derecho no se ve, porque no adquiere dimensión pública ni relevancia política”; aseveración seguida de otra que invita a la reflexión: “La enorme presencia social y política de los profesionales del derecho en Colombia contrasta con cierto déficit de grandeza de estos y su profesión”. Y no podía ser de otra manera porque aquí proliferan los programas de pregrado de derecho (193 para el año 2018) y posgrado (592 en el 2015), con una presencia de 278.484 abogados con tarjeta profesional ‒uno de los países con más abogados del planeta. A la par, cerca de 138.000 estudiantes (más de la mitad mujeres) visitan las facultades de derecho actuales; y, añádase, 568 de cada 100.000 habitantes son abogados, datos de 2016.
Pero lo que más preocupa es la ausencia de controles para obtener un título de jurista y, por ende, para ejercer la profesión (exámenes estatales, colegiatura obligatoria y un buen sistema correctivo en materia disciplinaria). También es evidente el apartheid social existente, dado que las escuelas de derecho se distribuyen en atención a la posición económica de los alumnos o egresados y así, también, sucede con los cargos públicos y privados. Por eso, se afirma con toda claridad: “las facultades de derecho le apuntan a un tipo de profesional y a un tipo de entidad para sus egresados”.
El Derecho, pues, es una carrera clasista que reproduce las mismas desigualdades observadas en un país ubicado, no sin razón, en el tercer lugar en el planeta en esta materia, al punto de que “el valor del salario de los profesionales está correlacionado con el valor de los estudios universitarios”, por lo cual los mejores empleos son para los egresados de las universidades más costosas; se forma, entonces, a los juristas de manera distinta y se les impone de contera un ejercicio profesional que se basa en la diferente clase social y en el poder económico. El cartón que se otorga, por tanto, tiene diversos costos y en atención a ello se posibilita el ascenso en la pirámide social.
En fin, el lector tiene ante sí un informe de investigación muy interesante que, con creces, lo ilustra sobre la difícil situación de los profesionales del derecho en un medio donde ellos abundan, están mal preparados, mercantilizados y no tienen controles serios. Superar el cuello de botella actual es necesario para atacar la crisis institucional existente y poder emprender una reforma de hondo calado a la Justicia, hundida en el caos y la corrupción.
Investigaciones críticas y propositivas como esta, hechas por profesionales maduros y sensibles socialmente, mucho aportan a la necesaria construcción de una nueva sociedad y de un verdadero Estado de derecho, ojalá en paz.