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Columnistas | PUBLICADO EL 31 agosto 2020

2O. Elocuencia

Por Juan Manuel Alzate Vélezalzate.jm@gmail.com

Tomó 9 minutos en llegar solicitándolo por la aplicación. Frenó suavemente y giró la cabrilla sin esfuerzo y acomodando el carro para que fuera simple montarse. Sugirió la puerta trasera mientras remangaba el resorte de la prenda que protege del sol el brazo izquierdo.

Enfocando por el retrovisor, levantó las cejas y se hizo evidente en el gesto de sus ojos una sonrisa muy amigable debajo de la prenda que revelaba su preferencia en el fútbol. También le tapaba nariz y boca.

Saludó cordial y con firmeza. Con una frase rompehielos y que tumba el malhumor. Enseñado a entablar muchas conversaciones en el día. Como quien trata a todos como vecinos gracias a su trabajo.

“¡Amistá! Muy buenos días. John Jairo para servirle... ¿Dónde quiere que lo lleve?”. Imposible no responder a esa vibración tan positiva anteponiendo el nombre propio y en el mismo tono.

Con dos instrucciones simples, John apuntó al cielo con el índice derecho y blanqueando los ojos se dibujó la mejor ruta en la cabeza.

Tomando rumbo abrió el diálogo, “¿qué música le pongo?, ¿está calentando el día?”. Era claro que era un experto entablando conversación. Cualquiera diría que su oficio era conducir. No lo era. Era encontrar puntos comunes.

Quince minutos de conducción muy profesional y delicada, cuidando en simultáneo la suspensión, la caja y los frenos del carro, porque como él lo pondría –“este es el que nos da la papita”–, sirvieron para alinear intereses mutuos.

“No amistá... Es que le digo... Yo soy de Corazón, Belencito, ¿conoce?, por la iglesia de la Madre Laura”. Ubicó rutas de acceso como si tuviera mapa entre manos. “Por allá todo el mundo anda aburrido con este muchacho. Véalo emproblemao definiendo los directivos de EPM. Ya le renunciaron varios en otras partes y parece que ninguno quiere trabajar con él”. Esa frase fue suficiente para estar de acuerdo en que, esas “bobaítas” como las llamaría mientras conducía, dan mala espina. En sus palabras: “esos ejecutivos gambetiándose a ese muchacho tiene que ser por algo, ni que fueran bobos”.

Afirmando mientras miraba por instantes en el retrovisor, y aceptando argumentos adicionales, alineó su opinión con la de un extraño. Un pasajero que nunca había visto pero que parecía que conocía de siempre. John, en su oficio, respetaba la opinión de otros y encontraba ideas comunes que se defienden entre todos.

Retomó la conversación: “¿es que cómo se le va a ocurrir a este muchacho terminar la cuarentena en este momento?”. Explicó que detrás de eso estaba la intención de distraer a los más ingenuos y que le dejaran de prestar atención a lo más importante que es EPM. “Lo está cogiendo de vicio y ya lo tenemos pillado... Nos está creyendo muy bobitos, amistá”.

Con conciencia de profesional en pandemias, después reconoció el momento del pico del contagio y ofreció una cátedra indicando por qué era el peor momento para decidir eso: se aumentarían los contagios.

Señaló entre tristeza y rabia que su hijo, graduado del Pascual Bravo y hoy trabajando con un emprendimiento de la ciudad, está muy aburrido con la situación en Ruta N, donde los asesoran. Dijo que todos los muchachos allá están igual. Pero retomó con voz de optimismo: “pero acá no nos dejamos, y este señor va a sentir que con Medellín no se juega”.

John, se dio el lujo de cerrar el trayecto luciendo la mejor medalla. Más valiosa que cualquier presea olímpica: “yo pa qué le digo de qué es ese emprendimiento de mi hijo si yo ni entiendo de eso... Ese pelao se la pasa en ese computador y me dice que él hace que el computador le obedezca”, –se rió a carcajadas abiertas.

Fueron nueve mil pesos para sentir que en la ciudad se defienden los mismos intereses. Los de todos.

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