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Las casas de Betsabé Espinal y María Cano están en el olvido y a pocos importa

Las precursoras de los derechos laborales y la lucha social fueron vecinas hace un siglo, pero no hay absolutamente ninguna pista que recuerde su huella en esas casas. Un ejemplo de la indolencia de la ciudad por su historia y patrimonio.

  • Las casas de estas dos mujeres icónicas de las luchas sociales en Antioquia y Colombia se están derrumbando. FOTOS: EL COLOMBIANO
    Las casas de estas dos mujeres icónicas de las luchas sociales en Antioquia y Colombia se están derrumbando. FOTOS: EL COLOMBIANO
08 de junio de 2024
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Siempre que exista algún punto de partida, alguna pista, es posible llenar los huecos de la historia, lo que alguien decidió no contar y no será posible documentar. Para eso están la literatura y la cultura popular. Por ejemplo podrían contarse historias de dos vecinas llamadas Betsabé Espinal y María Cano reconociéndose en las calles empinadas de Las Palmas o El Salvador, citándose a reuniones urgentes, a tertulias ardientes, urdiendo planes, escándalos, reclamos.

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No existe registro ni evidencia de que hayan coincidido, aunque no hay grupo de estudio, sindicato u organización estudiantil o trabajadora que al abordar el legado de ambas mujeres no conjeture o juegue con las probabilidad de que la guardiana de los obreros y la Juana de Arco bellanita se hayan cruzado en la cotidianidad de esa década del 20 cuando ir contracorriente comenzó a ser posible.

Pero es casi imposible llenar los huecos cuando las pocas pistas que hay se desvanecen. Las casas de Betsabé Espinal y María Cano, las revolucionarias pioneras de la lucha por los derechos laborales, por la perspectiva de género; por la incomodidad patriarcal, clerical y capitalista no tienen ni una sola huella de su presencia, nada que las recuerde. Y solo por azar permanecen de pie mientras Medellín se expande y se deforma y las reduce y apaga.

Casa de arengas, ideas y espíritus

Entre las dos, la menos anónima de las casas es la de María Cano. La historia fue más generosa a la hora de documentar varios hechos alrededor de la vivienda ubicada en la carrera 41, entre calles 43 y 44, entre Maturín y San Juan.

El lugar figura como el escenario de varios momentos trascendentales en la historia de María Cano. La precursora de la participación de la mujer en movimientos políticos en Colombia la habitó junto a sus hermanas Carmen Luisa y María Antonia, la Rurra. Allí tuvieron lugar las sesiones de espiritismo que escandalizaron a la Medellín gazmoña de los inicios del 20 con las cuales la Rurra le dictaba la suerte a los más importantes empresarios que querían conocer qué futuro tendrían sus negocios o cómo cotizaría el saco de café en la bolsa de Nueva York.

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También allí tuvieron lugar varias de las más vigorosas tertulias de la época a las que acudieron personajes como Luis Tejada, uno de los más grandes cronistas que ha dado Colombia; Efe Gómez; Antonio J. Cano y decenas de pensadores y cientos de obreros que la convirtieron en su refugio y centro de ideas y planes en favor de los incipientes movimientos de izquierda del país. Hasta 1924 la vida de María Cano era una vida más bien corriente, la de una mujer acomodada que, eso sí, había decidido emanciparse del yugo de los hombres, la sociedad y la religión con el conocimiento y las ideas propias como aliados.

Hacía caridad, escribía poemas y disfrutaba de los ambientes intelectuales. Pero ese año empezó a visitar la Biblioteca Departamental y los obreros a quienes les leía novelas de Zolá, Tolstói, Vanconcelos y Balzac le agarraron cariño y confianza y comenzaron a acompañarla desde el Centro hasta su casa. En el camino se invertían los papeles y eran ellos quienes le contaban sus historias; la de sus hijos arrasados por la viruela, las de las fábricas que estaban creando a la primera generación de empresarios millonarios en Medellín a costa de cientos de vidas anónimas de mujeres que se extinguían en turnos laborales de veinte horas.

Esas historias cambiaron la vida de Cano, quien a sus 37 años comenzó a visitar los barrios obreros y a denunciar sus penurias. El pasado 1 de mayo se cumplieron 99 años desde el día en que fue elegida por los obreros y artesanos como Flor del Trabajo y con una placa metálica sobre la fachada de aquella casa le hicieron saber a la ciudad que allí residía la reina de los obreros paisas. A partir de entonces se metió de lleno con la defensa de los trabajadores colombianos.

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En 1926 salió desde Medellín a recorrer el país. Estuvo en Segovia, Puerto Berrío, Honda y Mariquita impulsando la organización de obreras y obreros. En Bogotá le cantó la tabla en plaza pública al gobierno y participó en la fundación del Partido Socialista Colombiano. En la conservadora Boyacá fue amenazada y debió salir oculta en un camión porque temía por su vida. Pero en otros lugares como Barranca, la Costa y el Valle del Cauca fue recibida como heroína.

Dos años duró esa correría y siempre volvió a esa casa a lamerse las heridas, a tomar impulso para nuevas peleas, triunfos y frustraciones. Pero 1928 fue un año de quiebre para ella y para el país. La persecución de la hegemonía conservadora contra los movimientos sociales, la encarcelación de más de 8.000 dirigentes sindicales –incluyéndola–, la masacre de las Bananeras y tantos otros desengaños la llevaron a refugiarse en su casa y no volvió a salir de Medellín.

Desde entonces renunció a la militancia de primera línea y salió del radar de la agitada política y sindical para trabajar, con las mismas convicciones, en la Imprenta y la Biblioteca departamentales. En el perfil que le dedicó a María Cano, la periodista Patricia Nieto recordó que los últimos años de la primera mujer que ejerció un rol político en Colombia los pasó en casa de una sobrina en Manrique, donde recibía cada tanto visitas entrañables y donde pidió a su amigo Alfonso Acosta Restrepo que le ayudara a conseguir una bóveda en la zona laica del cementerio San Pedro para descansar con sus padres y sus hermanas. Murió tres días después de esa petición, el 26 de abril de 1967.

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Algunas cosas la recuerdan y le hacen justicia: una universidad lleva su nombre y hay cientos de escritos e investigaciones que han recuperado su legado intelectual, político y social. Hay una avenida en Medellín que lleva su nombre pero casi nadie lo sabe: la 33.

Pero en esa casa en la que ella y tantos otros protagonizaron momentos claves para la lucha social en Antioquia y el país, no existe nada que lo recuerde. La placa con la que los artesanos le gritaron a la Medellín de los 20 que allí vivía su defensora eventualmente desapareció, como también desapareció una de esas placas medio insulsas con las que las entidades públicas buscan darse bombo e intentar maquillar su desinterés por preservar estos patrimonios. Lo único rescatable es que el último año recibió una mano de pintura y que todavía existe, aunque en medio de dos bodegas en un sector ya irreconocible. Pero que siga en pie ya es mucho decir. Quien sabe hasta cuándo.

Los vacíos de la Betsabé posthuelga

Buscando a la mujer detrás de ese nombre que en la novela toma aires misteriosos, el narrador de la novela de Reinaldo Spitaletta titulada Betsabé y Betsabé, encuentra a una anciana que morirá tres días después de una conversación en la que alcanza a contarle que, siendo una niña de 16 años, hizo parte de la primera huelga de mujeres del país y la segunda en Latinoamérica, la hazaña que lideraron un grupo de valientes en el que estaba una joven de 23 años llamada Betsabé Espinal.

En ese el último ejercicio de la memoria antes de morir, la mujer le relata al protagonista que después de liderar la huelga que la inmortalizó, a Betsabé pareció apagársele la voz, como si se le hubiesen ido las palabras. Hasta ahora, a pesar de todo lo que ha investigado sobre Betsabé no hay evidencias nuevas que contraríen la triste sentencia de la anciana de la novela de Spitaletta.

La de Betsabé es una de esas historias que muchos decidieron no contar para que se olvidara, incluyendo la prensa conservadora, la clase alta y la Iglesia Católica. Pero cerca del centenario de esa huelga precursora su figura comenzó a emerger con la fuerza de un huracán para recuperar detalles de lo que comenzó el 12 de febrero de 1920 cuando se paró en un taburete a decirle a sus compañeras en la Fábrica de Tejidos de Bello que ya no podían tolerar un atropello más; que no volverían a trabajar ni un día más descalzas solo porque al gran señor latifundista, Emilio Restrepo Callejas, no le daba la gana de permitirles trabajar con zapatos para que no le ensuciaran la fábrica.

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Que ya no podían tolerar más ganar entre $0.40 y $1.00 a la semana, 200 por ciento menos que los hombres, a pesar de trabajar más de doce horas diarias, de aguantar abusos, acoso sexual, vejámenes de todo tipo y una muy maquillada forma de esclavitud de la Iglesia Católica de la época, que mantenía en los llamados patronatos a niñas desde los 12 años hasta mujeres solteras de 25 a las que adoctrinaban a punta de camándula y miedo para dejarlas dóciles a los intereses de los empresarios que requerían mano de obra barata. Para la segunda década del siglo XX las niñas y mujeres solteras conformaban casi el 80 por ciento de la fuerza obrera de la naciente industria manufecturera.

Lo que exigían era poder trabajar con alpargatas, tener un espacio de comida digno para no embutirse en unos minutos su almuerzo en un galpón hediondo; tener un salario más equitativo y no tener que aguantar a acosadores ni abusadores sexuales en su trabajo.

Con la iglesia lanzando súplicas y luego amenazas, con don Emilio metiendo presión y hasta el presidente Marco Fidel Suárez inquieto por las repercusiones que podría tener una huelga semejante en la fábrica insigne del país, 400 mujeres famélicas aguantaron 24 días de huelga hasta vencer.

Todo lo que se conoce con certeza sobre Betsabé ocurrió en esos 24 días en los que asumió la responsabilidad de negociar con los patrones, coordinar las asambleas, viajar a Medellín a hacer ronda de medios, sentarse frente al gobernador Pedro Nel Ospina y liderar el comité de solidaridad para recolectar comida que les permitiera aguantar la huelga.

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A su llegada a Medellín para sellar el acuerdo con Emilio Restrepo fue recibida, junto a sus compañeras, por una multitud en la estación Cisneros. Hubo otra vez ronda ante la prensa, reunión con el gobernador y la euforia de una multitud que las acompañó a todos lados. A Betsabé la bautizaron “Juana de Arco”, “la revolucionaria”, “la nueva mujer antioqueña”. Selló ese día su posteridad apenas 30 días antes de que comenzara su olvido y su silencio.

Don Emilio, por supuesto, no estaba dispuesto a perder completa la partida. De la fábrica no solo salieron los capataces acusados de maltrato, acoso y abuso sexual. También salieron justo un mes después de finalizada la huelga las mujeres que osaron a exigir condiciones más dignas –o menos indignas– de trabajo. Y ahí cayó Betsabé. Es a partir de ese momento cuando se han tenido que llenar los huecos para completar a Betsabé.

Tras su despido decide abandonar Bello y viajar a Medellín en busca de un hogar, de trabajo. El único dato certero es que compartió hogar con su amiga Paula González, una casa esquinera en el barrio Las Palmas donde durante los 20 bullía el movimiento obrero que ella, sin proponérselo, había ayudado a gestar.

No hay certeza de que Betsabé ejerció liderazgo obrero mientras vivió en esa casa o de que haya interactuado con su vecina María Cano. Quedan conjeturas y ensoñaciones de que así haya sido. Solo se sabe que en la madrugada del 16 de noviembre de 1932, mientras los vecinos del barrio se asomaban cautelosos a las aceras de sus casas para ver los estragos que una tormenta había causado, Betsabé observó que un cable de alta tensión se había reventado y serpenteaba amenazante por el asfalto. Así que sin pensarlo, contaría al otro día una escueta crónica del diario La Defensa, corrió a atajar el cable y fue ahí cuando recibió una descarga que destrozó su cuerpo de manera fulminante. Betsabé alcanzó a llegar al hospital pero ese mismo día murió. Tenía 36 años.

Hoy, no solo en Antioquia o en el país sino en varias partes del mundo hay avidez por sacar de la bruma del olvido a esa mujer a la que le bastaron 24 días para desatar una revolución que sobrevivió al olvido de varias décadas.

Llenando con imaginación los vacíos de la historia de Betsabé, la escritora Ángela Becerra escribió un “monumento a la mujer, a la amistad y al amor” llamado Algún día hoy que presentó en 2019 en Alicante, España, donde el dueño de un viñedo se enamoró de la rebelde descalza y etiquetó uno de sus vinos con el nombre de Bello y la silueta de la capilla de Hato Viejo. Spitaletta presentó en París en octubre pasado su libro sobre Betsabé, ante un público de varios países ansioso por conocer más sobre ese icono feminista y obrero recuperado. La BBC cubrió el centenario de la huelga en 2020 y cada tanto se conocen organizaciones sociales en Europa y varias partes de Latinoamérica en las que el nombre de Betsabé Espinal y su legado entra a hacer parte de sus referentes.

Hace unas semanas su nombre volvió a los titulares luego de que el alcalde Federico Gutiérrez negara la posibilidad de que en la estación del ferrocarril de El Bosque, donde durante el estallido social la fuerza pública cometió todo tipo de brutalidades incluyendo un presunto abuso sexual a una menor de edad, se convirtiera en la biblioteca Popular Betsabé Espinal, tal como varias organizaciones juveniles lo pedían desde 2021 como un ejercicio ejemplar de justicia restaurativa y reconciliación social que el Ministerio de Cultura se mostró dispuesto a acompañar.

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Y mientras en tantas partes buscan recuperarla, en la casa en la que murió no existe un solo rastro de ella. Ni siquiera ha tenido una placa como sí la tuvo, al menos, la de María Cano. Es una casa esquinera como cualquier otra: ajada por delante, pintarrajeada por detrás; con una puerta hechiza, escombros afuera y un letrero de prohibido parquear. No pesa sobre ella una declaratoria patrimonial, no es un bien de interés cultural ni nada por el estilo. De todas formas una declaratoria patrimonial tampoco sería un recurso infalible para rescatar la historia que contiene.

Mucho se ha escrito sobre la gran eficacia de Medellín a la hora de borrar de tajo su exigua historia y patrimonio. Haciendo el recorrido deshonroso por el patrimonio arquitectónico y cultural que se esfuma día a día ante los ojos de la ciudad, el antropólogo Víctor Ortiz sentenció que el problema de Medellín ha sido entender el progreso como la necesidad de eliminar su pasado.

Por ejemplo, Medellín, que se ufana de ser la cuna del último gran artista universal, Fernando Botero, esconde la vergonzosa verdad de no saber ni siquiera cuál es la casa natal del maestro. Esta puede ser la única ciudad en el mundo donde semejante trozo de la historia del arte y la cultura se mutila así sin más.Para no perder completamente a tantos grandes personajes y su legado solo queda llenar los huecos, el problema es que cada vez son más grandes y hay menos pistas de las que agarrarse.

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